Se hace tarde y anochece
una dirección fija. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios» ( Lumen fidei , 3-4). Cuando se habla de una crisis de la Iglesia, es importante precisar que, como Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia sigue siendo «una, santa, católica y apostólica». La teología, la enseñanza doctrinal y moral permanecen inalterables, inmutables e intangibles. La Iglesia, que es continuación y prolongación de Cristo en el mundo, no está en crisis. Posee las promesas de la vida eterna. Las puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella. Sabemos, creemos firmemente que en su seno habrá siempre luz suficiente para quien quiere buscar sinceramente a Dios. La llamada de san Pablo a Timoteo, su hijo en la fe, nos concierne a todos: «Te ordeno en la presencia de Dios, que da vida a todo, y de Cristo Jesús, que dio el solemne testimonio ante Poncio Pilato [...]: guarda el depósito. Evita las palabrerías mundanas y las discusiones de la falsa ciencia; algunos que la profesaron se han apartado de la fe» ( 1 Tm 6, 13.20-21). La fe continúa siendo un don divino sobrenatural. Somos nosotros, los bautizados en la muerte de Cristo, los que nos negamos a que nuestros pensamientos, nuestras obras, nuestra libertad y toda nuestra existencia sean iluminadas y guiadas en todo momento por la luz de la fe que profesamos. Existe una trágica dicotomía y una incoherencia dramática entre la fe que profesamos y nuestra vida concreta. En una carta entresacada de su correspondencia, incluida en el volumen Combat pour la vérité , George Bernanos escribía: «Dicen que son ustedes las piedras del templo que llaman Dios, conciudadanos de los santos, hijos del Padre celestial. ¡Admita usted que, a simple vista, no siempre lo parece!». Hoy la crisis de la Iglesia ha entrado en una nueva fase: la crisis del magisterio. Lo cierto es que el auténtico magisterio, en tanto función sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, protegido y guiado de un modo invisible por el Espíritu Santo, no puede estar en crisis: la voz y la acción del Espíritu Santo son constantes y la verdad hacia la que nos conduce es firme e inmutable. El evangelista Juan nos dice: «Cuando venga Aquel, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por sí mismo, sino que
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