Se hace tarde y anochece

dirá todo lo que oiga y os anunciará lo que va a venir. Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso dije: “Recibe de lo mío y os lo anunciará”» ( Jn 16, 13-15). No obstante, hoy reina una auténtica cacofonía entre las enseñanzas de los pastores, los obispos y los sacerdotes, que parecen contradecirse. Cada uno impone su opinión personal como si fuera una certeza. De ahí nace una situación de confusión, ambigüedad y apostasía. En el espíritu de muchos fieles cristianos se han inoculado una enorme desorientación, un profundo desarraigo e incertidumbres destructivas. El filósofo Robert Spaemann expresaba claramente ese desarraigo valiéndose de una cita extraída de la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: «Y si la trompeta da un toque confuso, ¿quién se preparará para el combate?» ( 1 Co 14, 8). Aun así, sabemos bien que el magisterio sigue siendo la garantía de la unidad de la fe. Nuestra capacidad de recibir la enseñanza de la Iglesia con el espíritu del discípulo, dócil y humildemente, es la auténtica señal de nuestro espíritu de hijos de la Iglesia. Por desgracia, algunos de los que deberían transmitir la verdad divina con una precaución infinita no dudan en mezclarla con las opiniones de moda, incluso con las ideologías del momento. ¿Quién es capaz de discernir? ¿Quién puede hallar un camino seguro en medio de tanta confusión? En su Commonitorio san Vicente de Lérins nos ofrece luces muy valiosas a propósito del progreso o de los cambios en la fe: «¿Ningún progreso de la religión es entonces posible en la Iglesia de Cristo? Ciertamente que debe haber progreso. ¡Y grandísimo! ¿Quién podría ser tan hostil a los hombres y tan contrario a Dios que intentara impedirlo? Pero a condición de que se trate verdaderamente de progreso por la fe, no de modificación. Es característica del progreso el que una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; es propio, en cambio, de la modificación que una cosa se transforme en otra. Así pues, crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la colectividad como del individuo, de toda la Iglesia, según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar, en el mismo dogma, en el mismo sentido, según una misma interpretación [...]. Nuestros padres, en el pasado, han sembrado en el campo de la Iglesia el buen grano de la fe; sería por demás injusto e inconveniente si nosotros, sus descendientes, en lugar del trigo de la auténtica verdad tuviésemos que recolectar la cizaña fraudulenta del error. En cambio, es justo que la siega corresponda a la siembra y que recojamos, cuando el grano de la doctrina llega a la madurez, el trigo del dogma. Si con el paso del tiempo, una

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