Se hace tarde y anochece

alma, suscitadas por doquier con motivo del Concilio». En esa época muchos cristianos, en particular entre el clero, vivieron una crisis adolescente de identidad. Nosotros, los hijos de la Iglesia, no somos —sin mérito alguno por nuestra parte— más que simples herederos del tesoro de la fe. La verdad de la fe se nos ha transmitido para que la guardemos y vivamos de ella. Visto así, somos deudores insolventes cara a nuestros padres. Recibir el tesoro de la tradición conlleva un espíritu filial. Somos, de alguna manera, enanos encaramados a las espaldas de gigantes. Pero, por encima de todo, somos deudores de Dios. Conscientes de nuestra indignidad y de nuestra debilidad, contemplamos con agradecimiento cómo confía a nuestras manos los tesoros de la vida divina: los sacramentos y el Credo. ¿Cuál debe ser nuestra reacción ante tanta generosidad divina a pesar de nuestra miseria? Solo nos queda compartir la herencia recibida y transmitirla. La conciencia de nuestra indignidad innata debería empujarnos a anunciar al mundo la Buena Nueva, a proclamarla no como propiedad nuestra, sino como un depósito precioso que nos ha sido entregado por pura misericordia. Esa es, de hecho, la reacción de los apóstoles después de Pentecostés. Da la impresión de que, en los años del posconcilio, esa condición de herederos indignos generó mala conciencia entre algunos. Como dice Joseph Ratzinger en Teoría de los principios teológicos , quisieron hacer un «examen de conciencia de la Iglesia católica ejercido en profundidad». Buscaron satisfacción en las «confesiones de culpabilidad», en el «acento apasionado de las autoacusaciones», en «la idea de una Iglesia pecadora» hasta en sus cimientos. Ratzinger afirma que «se llegó a aceptar con absoluta seriedad todo el arsenal de las acusaciones contra la Iglesia». El examen de conciencia debería habernos llevado a transmitir nuestra herencia con más gozo y más cuidado todavía después de haber constatado hasta qué punto no somos dignos. El cardenal Ratzinger comenta que este periodo, por el contrario, «desembocó en la inseguridad acerca de la propia identidad [...], en la profunda ruptura respecto de nuestra propia historia, de suerte que se hacía de todo punto imprescindible un radical nuevo comienzo». Pero esa actitud conllevaba el riesgo de un orgullo sutil. Algunos clérigos pretendieron no ser herederos, sino criaturas. A veces se proclamó una fe totalmente humana que sustituyó al depósito divino. En lugar de transmitir lo que se había recibido, se proclamó ruidosamente lo que se había inventado. Estoy convencido de que en la raíz de la crisis hubo una carencia espiritual. Hace falta mucha humildad para aceptar recibir un don. Y nosotros, de un plumazo, nos negamos a ser herederos inmerecidos. Esta realidad, no obstante, constituye el núcleo de toda familia. El hijo recibe el amor de sus padres gratuitamente, sin haberlo merecido; y, a su vez, da también amor. Esa

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA0OTIx