Se hace tarde y anochece

En el fondo, si los papas y los padres conciliares consideraron posible abrirse confiadamente a todo lo que hay de positivo en el mundo moderno, fue precisamente porque estaban seguros de su identidad y de su fe. Se enorgullecían de ser hijos de la Iglesia. En muchos católicos, sin embargo, se produjo una apertura al mundo privada de filtros y de frenos, es decir, una apertura a la mentalidad moderna dominante, al tiempo que se cuestionaban los fundamentos del depositum fidei que, para muchos, ya no estaban claros. Algunos invocaron ese «espíritu del concilio» para correr detrás de cualquier novedad. Muchos renunciaron a considerarse hijos de la Iglesia. Adoptaron las formas y los criterios del mundo debido a su mala conciencia. Si dejamos de ver en la Iglesia a una madre amante que alimenta a sus hijos, los cristianos dejarán de entender por qué son hijos. Si ya no son hijos de una misma madre, tampoco serán hermanos entre ellos. En este sentido, me gustaría retomar las palabras del papa Francisco en su homilía del 1 de enero de 2018: «Para recomenzar, contemplemos a la Madre. En su corazón palpita el corazón de la Iglesia». Lo que el papa dice de María debe aplicarse igual a la Iglesia: «Donde está la madre hay unidad, hay pertenencia, pertenencia de hijos», decía también en la misma ocasión del año anterior. ¿A qué llama usted «crisis del Credo»? Se trata, en primer lugar, de una crisis de la teología fundamental, de una crisis de los fundamentos de la fe, ligada a una interpretación errónea del Vaticano II que adopta la forma de una hermenéutica de la ruptura, frente a lo que debería ser una hermenéutica de la reforma en la continuidad de un único sujeto que es la Iglesia. Su principal manifestación afecta a la eclesiología o teología de la Iglesia. Por otra parte, hay que dejar constancia de una crisis del lugar que ocupa la teología dentro de la vida de la Iglesia. Entre los especialistas de la doctrina sagrada asistimos a una reivindicación de autonomía con respecto al magisterio que los lleva a inclinarse hacia doctrinas heterodoxas presentadas como verdades inmutables. Los teólogos pierden de vista su verdadera misión, que no consiste en crear lo revelado, sino en interpretarlo; en profundizar en lo revelado, y no en realzar la propia excelencia. Los teólogos no deberían considerarse intelectuales puros cuyo universo se circunscribe al mundo universitario y a las revistas científicas. La teología es un

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