Se hace tarde y anochece

¿Alguien cree que seremos capaces de mejorar las cosas nosotros solos? Eso sería como retomar la letal pretensión de Judas. Ante el aluvión de pecados dentro de las filas de la Iglesia, nos sentimos tentados de tomar las riendas. Nos sentimos tentados de purificar la Iglesia con nuestras propias fuerzas. Y sería un error. ¿Qué podríamos hacer? ¿Un partido? ¿Un movimiento? Esa es la tentación más grave: una división tapada con oropeles. Con la excusa de hacer el bien, nos dividimos, nos criticamos, nos destrozamos. Y el demonio se ríe. Ha conseguido tentar a los buenos bajo la apariencia del bien. La Iglesia no se reforma con la división y el odio. La Iglesia se reforma comenzando por cambiar nosotros mismos. No dudemos, cada uno desde nuestro sitio, en denunciar el pecado, empezando por el nuestro. La sola idea de que la túnica sin costuras de Cristo corra peligro de rasgarse de nuevo me estremece. Jesús padeció su agonía contemplando de antemano las divisiones de los cristianos. ¡No lo crucifiquemos de nuevo! Su corazón nos dirige una súplica: ¡tiene sed de unidad! El diablo teme que lo llamen por su nombre. Le gusta envolverse en la bruma de la ambigüedad. Seamos claros. «No llamar a las cosas por su nombre añade mal al mundo», decía Albert Camus. En este libro no dudaré en hablar con firmeza. Con ayuda del escritor y ensayista Nicolas Diat, sin el cual pocas cosas habrían sido posibles y que — desde la redacción de Dios o nada — ha sido siempre de una fidelidad impecable, quiero inspirarme en la palabra de Dios, semejante a una espada de doble filo. No tengamos miedo de decir que la Iglesia necesita una profunda reforma, y que esa reforma pasa por nuestra conversión. Perdonadme si algunas de mis palabras os ofenden. No tengo intención de adormeceros con frases consoladoras y engañosas. No busco el éxito ni la popularidad. ¡Este libro es el grito de mi alma! Es un grito de amor a Dios y a mis hermanos. A vosotros, cristianos, os debo la única verdad que salva. La Iglesia se muere porque los pastores tienen miedo de hablar con absoluta honestidad y claramente. Tenemos miedo de los medios, miedo de la opinión pública, ¡miedo de nuestros propios hermanos! El buen pastor da la vida por sus ovejas. Hoy, desde estas páginas, os ofrezco lo que es la entraña de mi vida: la fe en Dios. Dentro de poco compareceré ante el Juez eterno. Si no os transmito la verdad que he recibido, ¿qué voy a decirle? Los obispos deberíamos echarnos a temblar al pensar en nuestros silencios culpables, en nuestros silencios

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