Se hace tarde y anochece
apóstoles zarandeados por un fuerte vendaval mientras están en la barca: tienen motivos para inquietarse, porque la tempestad es terrible y sus vidas están amenazadas. Cristo se despierta y los reprende: «¡Hombres de poca fe!» ( Lc 8, 25). ¿Por qué? La falta de esperanza y de fe equivale a desconfiar de Dios, dudar de que esté presente, de que sea fiel, de que actúe en nuestra vida y en medio de nuestras angustias. Hacemos mal si, estando junto a Cristo, perdemos la esperanza. Por eso Él les lanza este reproche: «¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?» ( Lc 24, 26), y condena de forma explícita la falta de esperanza. En el trayecto hacia Emaús Jesús habla y los discípulos escuchan. Comenzando por Moisés y citando a los profetas, interpreta lo que las Escrituras dicen acerca de Él. Este pasaje de los evangelios es sin duda la lectio divina por excelencia. Cristo comentado por Cristo, Cristo explicado por Cristo, Cristo contemplado por Cristo. Y llega el momento de despedirse. No obstante, en el corazón de aquellos hombres hay algo que se resiste a la separación: «Quédate con nosotros, porque se hace tarde y ya está anocheciendo» ( ibid ., 29). Jesús acepta y entran los tres en un albergue. Entonces ocurre algo verdaderamente extraordinario. San Lucas recurre al lenguaje de la Eucaristía: «[Jesús] tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio» ( ibid ., 30). Sí, es la Eucaristía, el Sacramento de la Pascua de Cristo. Todo esto ocurre la noche de la Pascua. Solo entonces lo reconocen. Pero ya no le ven. Porque solo podemos unirnos a Cristo en su Presencia eucarística. Podrían haberse quedado un momento con Él, seguir escuchándolo, saciar su mirada con su rostro glorioso: «Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos», escribe san Juan en su primera carta (1, 1). La fe abre los ojos para contemplar al Resucitado. Eso es lo que nos revela este espléndido texto. «Al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén» ( Lc 24, 33). Se ponen en marcha envueltos en el frío de la noche. Ese día no han dormido. Regresan a la ciudad santa y van en busca de la comunidad de los apóstoles; los peregrinos de Emaús se contarán entre los primeros testigos de la resurrección. Este texto nos permite comprender que quien construye la Iglesia no somos nosotros, sino Cristo a través de su palabra y de la Eucaristía: «[Estáis] edificados sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, sobre quien toda la edificación se alza bien compacta» ( Ef 2, 20). Es Él, Pastor eterno, quien nos guía. Se reúne con nosotros
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