Se hace tarde y anochece

entendido el papel de este último, ni —en especial— el de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La visión horizontal de la Iglesia conduce inevitablemente al deseo de que sus estructuras imiten las de las sociedades políticas. Si la Iglesia no es más que una creación del hombre que no ha sido instituida directamente por Cristo, hay que repensarla una y otra vez, hay que reorganizarla conforme a patrones lógicos que respondan a las necesidades del momento: «Si la Iglesia es solo nuestra — escribía el cardenal Ratzinger en su Informe sobre la fe —, si la Iglesia somos únicamente nosotros, si sus estructuras no son las que quiso Cristo, entonces no puede ya concebirse la existencia de una jerarquía como servicio a los bautizados, establecida por el mismo Señor. Se rechaza el concepto de una autoridad querida por Dios, una autoridad que tiene su legitimación en Dios y no —como acontece en las estructuras políticas— en el acuerdo de la mayoría de los miembros de la organización. Pero la Iglesia de Cristo no es un partido, no es una asociación, no es un club: su estructura profunda y sustantiva no es democrática, sino sacramental y, por lo tanto, jerárquica; porque la jerarquía fundada sobre la sucesión apostólica es condición indispensable para alcanzar la fuerza y la realidad del sacramento. La autoridad, aquí, no se basa en los votos de la mayoría; se basa en la autoridad del mismo Cristo, que ha querido compartirla con hombres que fueran sus representantes, hasta su retorno definitivo. Solo ateniéndose a esta visión será posible descubrir de nuevo la necesidad y la fecundidad de la obediencia a las legítimas jerarquías eclesiales». Los cristianos ya solo ven en sus obispos a hombres en busca de poder. Lo que se comenta es la influencia de este o la carrera de aquel. ¿Cómo es posible que olvidemos que en la Iglesia el gobierno es un servicio? Poseer una parte de la autoridad de Cristo equivale literalmente a asumir la condición de servidor, a despojarse de todo el ser, de las ideas personales, de las preferencias y los gustos para hacerse humilde servidor de la salvación de todos: «Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las oprimen, y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos» ( Mc 10, 42-44). El servicio de gobierno es siempre un camino de Cruz. Ha de convertirse en un camino de santificación a imitación de Cristo, que se anonadó y asumió la condición de servidor. Insisto: siempre que los obispos tienen que reprender y corregir, lo hacen como servidores de la fe y de la salvación de todos. Cada vez que la Congregación para la Doctrina de la Fe condena un libro o prohíbe la

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