Se hace tarde y anochece

enseñanza a un sacerdote, lo hace llevada por el deseo de salvaguardar la fe de todos. Ese gobierno es un servicio de amor a Dios y a las almas. Es una tarea santa y santificadora y, al mismo tiempo, difícil e ingrata. En la Iglesia tampoco se obedece como en las sociedades políticas. No se obedece a quienes tienen autoridad por miedo. La auténtica obediencia católica es obediencia a Dios. Es a Él a quien amamos, es a Él a quien obedecemos a través de la jerarquía. Hemos perdido el sentido sobrenatural de esa obediencia para convertirla en un juego de poder. Ya en 1976, en Où va l’Église , el cardenal Alexandre Renard, primado de las Galias, comentaba: «La Iglesia ha sufrido una especie de horizontalismo. Nos fijamos antes en los hombres, con sus limitaciones e inclinaciones, que en su misión y su gracia; nuestra actitud ante los obispos —incluido el papa— es la misma que ante nuestros jefes y nuestros patrones; los criticamos demasiado en lugar de trabajar en comunión con quienes tienen una responsabilidad inmensa y sumamente gravosa». Me gustaría recordar a todos las palabras de Jesús a san Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» ( Mt 16, 18). Tenemos la certeza de que estas palabras se concretan en lo que llamamos la infalibilidad de la Iglesia. La esposa de Cristo, con el sucesor de Pedro a la cabeza, puede atravesar crisis y tempestades. Sus miembros pueden pecar y equivocarse. Pero, si nos mantenemos unidos a Pedro, jamás podremos separarnos de Cristo ni mucho ni por mucho tiempo. Ubi Petrus, ibi Ecclesia: donde está Pedro, ahí está la Iglesia. En un importante discurso dirigido en junio de 1980 a los cardenales y a la curia, Juan Pablo II afirmaba: «Es función del Colegio Episcopal, unido en torno al humilde sucesor de Pedro, garantizar, proteger, defender esta verdad, esta unidad. Sabemos que, en el ejercicio de esta función, la Iglesia docente está asistida por el Espíritu con el carisma específico de la infalibilidad. Esta infalibilidad es un don de lo alto. Nuestro deber es el de permanecer fieles a este don, que no nos viene de nuestras pobres fuerzas o capacidades, sino únicamente del Señor. Y es el de respetar y de no defraudar el “sensus fidelium”, es decir, esa particular “sensibilidad” con que el Pueblo de Dios advierte y respeta la riqueza de la Revelación confiada por Dios a la Iglesia y exige su absoluta garantía». Y en noviembre de 1980, en un discurso pronunciado en Altötting ante teólogos alemanes, Juan Pablo II decía también: «El Magisterio existe solo en orden a constatar la verdad de la Palabra de Dios, sobre todo cuando se ve amenazada por desfiguraciones y malentendidos. En este contexto hay también que situar la infalibilidad del Magisterio eclesiástico [...]. La Iglesia debe [...] ser

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