Se hace tarde y anochece

cómplices, en nuestros silencios complacientes con el mundo. Me preguntan con frecuencia: ¿qué debemos hacer? Cuando amenaza la división, hay que reforzar la unidad. Una unidad que no tiene nada que ver con ese espíritu corporativo que existe en el mundo. La unidad de la Iglesia nace del corazón de Jesucristo. Debemos permanecer junto a Él, en Él. Nuestra morada será el corazón abierto por la lanza para permitirnos refugiarnos en él. La unidad de la Iglesia descansa sobre cuatro columnas. La oración, la doctrina católica, el amor a Pedro y la caridad mutua han de convertirse en las prioridades de nuestra alma y de todas nuestras actividades. La oración Sin la unión con Dios, cualquier iniciativa para el fortalecimiento de la Iglesia y de la fe será inútil. Sin oración seremos como un golpear de platillos. Descenderemos al nivel de los animadores mediáticos, que hacen mucho ruido pero solo agitan el aire. La oración tiene que convertirse en nuestra respiración más íntima. Nos sitúa cara a Dios. ¿Acaso es otro nuestro fin? Los cristianos, los sacerdotes, los obispos: ¿tenemos otra razón de existir que no sea ponernos delante de Dios y llevar a otros ante Él? ¡Ha llegado el momento de enseñarlo! ¡Ha llegado el momento de ponerlo por obra! Quien reza se salva, quien no reza se condena, decía san Alfonso. Me gustaría insistir en este punto, porque una Iglesia cuyo bien más preciado no sea la oración corre hacia la perdición. Si no recuperamos el sentido de las largas y pausadas vigilias junto al Señor, lo traicionaremos. Eso hicieron los apóstoles: ¿nos creemos mejores que ellos? Los sacerdotes en particular deben poseer necesariamente un alma de oración. Sin ella, la labor social más eficaz se convertiría en inútil y nociva. Crearía en nosotros la ilusión de estar sirviendo a Dios cuando solo estaríamos haciendo la obra del demonio. No se trata de multiplicar las devociones. Se trata de guardar silencio y de adorar. Se trata de arrodillarse. Se trata de penetrar en la liturgia con temor y con respeto. La liturgia es obra de Dios, y no teatro. Desearía que mis hermanos obispos no olvidaran nunca sus graves obligaciones. Amigos míos, ¿queréis reedificar la Iglesia? ¡Arrodillaos! ¡Ese es el único medio! Si actuáis de otra manera, lo que hagáis no será de Dios. Solo Dios puede salvarnos. Y solo lo hará si rezamos. ¡Cuánto desearía que se alzara desde el mundo entero una oración honda e ininterrumpida, una alabanza y una súplica de adoración! El día en que ese cántico silencioso resuene en los corazones, el Señor podrá por fin ser escuchado y obrar a través de sus hijos. Mientras tanto, nosotros se lo impedimos con nuestro ajetreo y nuestra

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