Se hace tarde y anochece
hombres consagrados a Dios? ¿Cómo no buscar la causa más profunda de estos abusos viles y organizados de menores? Esta es sin duda la constatación más radical e indignante de una vida que ha ido deslizándose poco a poco para convertirse en una vida sin Dios, una vida marcada por el ateísmo práctico, una vida que ha basculado desde lo sagrado a lo profano, cuando no a la profanación. Es necesario tomar medidas, y que la Iglesia las aplique, para proteger a los niños, imagen sagrada de la inocencia divina. ¿Quién puede pensar que existe alguna medida que sustituya a una profunda mirada de fe sobre nuestras vidas? Porque, más allá de los crímenes abominables cometidos con los niños, ¿no hay nada que decir sobre la profunda crisis que corroe la vida de los clérigos? Su castidad sufre un violento ataque. En ciertas regiones del mundo se multiplican las conductas contrarias al celibato consagrado. Y lo peor no es el pecado de debilidad, que siempre merece misericordia si mueve al arrepentimiento y a la confesión. Lo peor es que algunos sacerdotes reivindican esos actos como algo normal y positivo. ¿No son capaces de ver que hieren en lo más hondo su consagración a Dios? Existe un problema que no resolverá ninguna reforma estructural: la ignorancia de Dios. La tibieza, la renuncia a las exigencias evangélicas, la pérdida del sentido del pecado, el apego al dinero comparten la misma raíz: la pérdida del sentido de Dios. La degradación de la liturgia para hacerla espectáculo, la desidia en las celebraciones y en las confesiones, la mundanidad espiritual solo son síntomas. Lo que está en crisis no son las estructuras o las instituciones, sino nuestra fe y nuestra fidelidad a Jesús. Los cambios que hay que aplicar no afectan solo a las instituciones, ni siquiera a las costumbres: afectan sobre todo al interior de las almas, a lo más hondo del espíritu y del corazón, a las convicciones y a la orientación de las conciencias. Lo que necesita un cambio radical es nuestra relación con Dios. Por supuesto que debemos buscar medios concretos para poner por obra esa conversión radical. ¿Dónde podemos encontrar la única brújula capaz de orientarnos? ¿En lo que escriben los papas? La enseñanza de la Iglesia ha dejado de ser un ancla a la que se sujeta el pueblo de Dios. Los últimos papas han luchado a brazo partido contra la crisis que han visto ir creciendo. ¿Quién se acuerda todavía de los documentos de Pablo VI o de Juan Pablo II? ¿Quién los lee siquiera? Es más, ¿quién los adopta como regla de vida? Da la impresión de que las palabras resbalan sobre las almas sin llegar a romper el caparazón de la costumbre y la indiferencia. Más que de palabras, tenemos necesidad de rehacer la experiencia de Dios. Ahí puede residir la esencia de toda reforma. En su discurso al clero de Roma del 22 de febrero de 2007 decía Benedicto XVI: «Solo
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