Porque soy catolico

consiste en responder a la pregunta que se me ha hecho; y debo contestarla de forma negativa. No creo que el humanismo pueda ser un sustituto total del superhumanismo. Y no lo creo por culpa de una certeza que, para mí, es tan concreta como para considerarla un hecho. Soy consciente de que esto suena muy parecido a esas disculpas tan convencionales y superficiales a las que se recurre con frecuencia. Pero no lo digo en ese sentido ambiguo; más allá de asumirlo como un convencionalismo, lo he considerado como un descubrimiento. Me he dado cuenta relativamente tarde, y he comprendido que es, en efecto, la verdadera historia y moraleja de mi propia vida. Incluso unos pocos años atrás, cuando se consolidaron la mayor parte de mis puntos de vista religiosos y morales, no lo había visto tan clara y nítidamente como lo veo ahora. El hecho es éste: que en el mundo moderno en el que vivimos, con sus modernos movimientos, sigue presente el legado católico. Se siguen usando y gastando las verdades que lo sostienen fuera del viejo tesoro del cristianismo. Incluidas, por supuesto, muchas de las verdades conocidas por los antiguos paganos pero que acabaron cristalizando en el cristianismo. Pero eso no está despertando nuevos entusiasmos. La novedad es una cuestión de nombres y marcas, como sucede con la moderna publicidad; y en casi cualquier otro sentido la novedad es simplemente negativa. No se están desarrollando nuevas ideas frescas que nos lleven hacia el futuro. Al contrario, se están recogiendo viejas ideas que no pueden llevarnos hacia delante en modo alguno. Para eso están las dos marcas de la moralidad moderna. La primera, la que tomaron prestada o bien arrebataron de las manos de los hombres antiguos o del medioevo. La segunda, la que marchitaron rápidamente en las manos modernas. Eso es, de forma muy resumida, la tesis que mantengo; y de este modo ocurre que el libro American Criticism podría haberse convertido en un libro de texto que validara mis puntos de vista. Empezaré con un ejemplo concreto que también trata el libro. Mi juventud fue colmada, como un amanecer, con el brillo optimista de Walt Whitman. Él me parecía como una multitud que se transforma en un gigante, o como Adán, el primer hombre. Me estremece oír de alguien, quien a su vez ha oído de alguien que se encontró en la calle; fue como si Cristo siguiera vivo. Si su poema carente de métrica es o no brillante, es algo que me importa tan poco como que un Evangelio de Jesús estuviera garabateado sobre un pergamino o una piedra. Nunca percibí la maldad que le atribuyen algunos de sus enemigos; si estaba ahí, desde luego no lo estaba para mí. Lo que yo saludaba era una nueva situación de igualdad, que no era un simple y aburrido nivel sino una elevación entusiasta, un exultante grito de júbilo por el simple hecho de que los hombres fueran hombres. Los hombres reales eran más grandes que los dioses imaginarios; y todo cuanto queda de místico y majestuoso en un dios él lo transformó en la sinceridad y el consuelo de un camarada. Este punto podría expresarse mejor con las palabras de Whitman; él dice que en algún punto del cuadro Página 112

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