Porque soy catolico
de la pureza de la hierba. Sus seguidores en verso libre trataron de demostrar que las cosas bellas eran en realidad sucias; insinuando por ejemplo algo desagradable o enfermizo en la espesa blancura de la leche, o algo irritable o producto de una plaga en el inexplicable crecimiento del cabello. En pocas palabras, la intención ha cambiado en lo que a cuestiones de poesía se refiere. Pero no ha cambiado en cuestiones de teología; y surge ahí la discusión por la existencia de una teología inamovible. La teología católica no tiene nada que ver con la democracia, ya sea a favor o en contra, en ese sentido de maquinaria del voto o de crítica de unos privilegios políticos concretos. Uno no puede comprometerse con lo que Whitman dijo sobre la democracia, incluso lo que Jefferson o Lincoln dijeron sobre ella. Pero sí es, en cambio, absolutamente rechazable lo que el señor Mencken dijo en contra de dicho sistema político. Se producirán persecuciones dioclecianas, habrá cruzadas domicianas, se producirán desgarros en todos los acuerdos de paz de orden religioso, o incluso el fin de la civilización y el mundo, antes de que la Iglesia católica admita que no merece la pena salvar a un pobre idiota o a un único hombre. Con la llegada de mi madurez he encontrado esta curiosa lección de mi vida, y de toda mi generación. Todos crecimos con una convicción común, alimentada por las llamas del genio literario de Rousseau, o de Shelley, o Víctor Hugo, que acabaron por avivarse hasta arder con gran intensidad en el universalismo de Whitman. Y todos dimos por sentado que nuestros descendientes harían lo mismo. Yo dije que el descubrimiento de la fraternidad se parecía al descubrimiento de la claridad de la luz del día; algo de lo que los hombres nunca podrían cansarse. Sin embargo, incluso durante mi corta experiencia vital, los hombres ya se han cansado de ella. Ahora no podemos hacer un llamamiento al amor de la igualdad y embargarnos por la emoción. No podemos abrir un nuevo libro de poemas, y esperar ser el amor de toda la vida de nuestros camaradas, o «el Amor, la amada República, que alimenta la libertad y todas las vidas». Nos hemos dado cuenta de que en la mayoría de los hombres tal sentimiento ha muerto, porque no era más que un estado de ánimo, no una doctrina. Y empezamos a preguntarnos demasiado tarde, con la sabiduría que aporta la edad, cómo pudimos esperar que durara como un estado de ánimo, si no era lo suficientemente fuerte para durar como doctrina. Y también empezamos a comprender que toda la verdadera fortaleza que había en ese estado de ánimo, la única que aún perdura en él, era la fuerza original de la doctrina. Lo que realmente ocurrió fue esto: que los hombres del siglo XVIII , muchos de ellos incapaces de seguir soportando a los sacerdotes cínicos y corruptos, provocaron a esos sacerdotes y les dijeron: «Bien, supongo que os llamáis a vosotros mismos cristianos; así que no podéis negar que los hombres son hermanos o que es nuestra obligación ayudar a los pobres». La gran confianza en su reto, la nota tan vibrante en su voz revolucionaria, provenía del hecho de que los cristianos reaccionarios se encontraban en una falsa posición como cristianos. Y la demanda de democracia parecía incontestable. Página 115
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