Porque soy catolico

E IV El éxodo de lo doméstico n lo tocante a la reforma de las cosas, y no a su deformación, lo cual es muy distinto, existe un principio muy sencillo y muy claro; un principio al que probablemente deberíamos calificar de paradójico. Supongamos en este caso que existe una cierta institución o una determinada ley; y digamos, para facilitar las cosas, que se trata de algo así como una valla o como una puerta que se cruza en nuestro camino. El reformador actual la cruza alegremente diciéndose que no ve su utilidad y que hay que limpiar el camino de obstáculos. Ante semejante actitud, un reformador más inteligente le replicaría: «Aunque no veas su utilidad no voy a permitir que la elimines. Trata de mirarla con cierta perspectiva y recapacita. Después, cuando lo hayas hecho y me puedas decir que sí ves su utilidad, quizás entonces te permita que la elimines». Semejante paradoja se apoya en el sentido común más elemental. Esa puerta, o ese valladar, no ha crecido allí sin más. Tampoco fue colocado por una persona sonámbula que la construyera en pleno sueño; y resulta muy poco probable que la pusiera algún loco escapado de una casa de salud. Quien lo hiciera, seguramente tendría una buena razón para colocar ese elemento en nuestro camino y es posible que tan sólo pretendiera ayudar. Por tanto, hasta que lleguemos a conocer de qué razón se trata no podemos establecer ningún juicio sobre la validez de su razonamiento; porque es sumamente probable que hayamos pasado por alto algunos aspectos de la cuestión, a menos que pensemos que algo establecido seriamente por un ser humano no es más que una cosa misteriosa o carente de sentido. Hay reformadores que se saltan a la torera semejante razonamiento afirmando que sus antepasados eran tontos. Ante semejante afirmación sólo se nos ocurre decir que parece que tal estupidez sea una enfermedad hereditaria. Pero lo cierto es que nadie trata de destruir una institución hasta que no comprueba plenamente que tal institución resulta obsoleta. Si sabe cómo surgió y qué propósitos pretende, tal vez nos pueda decir si semejantes propósitos están equivocados, o se han vuelto fallidos o se muestran inoperantes. Pero si simplemente se ha limitado a ver de pasada la cosa como una monstruosidad sin sentido que ha surgido en su camino de cualquier manera, entonces será él y no ese concepto tradicional el que está sufriendo una grave equivocación. Hasta podríamos llegar a decir que está padeciendo una pesadilla. Y tal razonamiento se puede aplicar a una infinidad de cosas, tanto a las más insignificantes como a las instituciones más serias y auténticas; a meras convenciones como a profundas convicciones. Porque estaríamos hablando de una clase de persona como aquella Juana de Arco que sabiendo muy bien por qué las mujeres visten faldas, Página 120

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