Porque soy catolico

No soy yo quien ha cambiado de forma de pensar; ni, por supuesto, han cambiado ellos la suya. Lo que han hecho es tan sólo cambiar su talante. Lo que llamamos «mundo intelectual» se divide en dos tipos de personas: las que veneran el intelecto y las que sencillamente lo utilizan. Por supuesto, hay excepciones; pero, por lo general, nunca se trata de las mismas personas. Quienes utilizan la inteligencia nunca la sacralizan, porque saben demasiado acerca de ella. Los que, por el contrario, la veneran nunca la utilizan; y usted se dará cuenta de quiénes son esas personas por las cosas que dicen. Por todo esto ha nacido una confusión entre intelecto e intelectualismo; y la máxima expresión de semejante confusión es algo que en muchos países se llama intelligentsia, y en Francia, de modo más particular, «los intelectuales». En la práctica estos movimientos consisten en clubes o grupúsculos que se dedican a hablar preferentemente de libros y de películas y, más en especial, de las últimas novedades en ambos campos; y también de música, en la medida en que se trate de música moderna, o de lo que algunos llamarían música poco musicable. El primer dato al que podemos remontarnos al tocar este tema es lo que decía Carlyle del mundo, que muy bien se puede aplicar al mundo intelectual: que está formado básicamente por idiotas. Por si fuera poco existe en tales movimientos una atracción especial por los completos idiotas, semejante a la atracción que pueden sentir los gatos por un lugar calentito. He tenido ocasión de frecuentar tal tipo de sociedades, en la condición de un idiota normal, y casi siempre pude comprobar que había unos cuantos idiotas que eran mucho más necios de lo que uno puede imaginarse de hombre nacido de mujer; personas de cuyos cerebros difícilmente podía decirse que tuvieran algo de inteligencia. Pero el entorno en que se encontraban les ofrecía una especie de halo que ellos consideraban era la atmósfera inmarcesible en que se mueve el intelecto, por lo que lo adoraban como si se tratase de un dios desconocido. Podría contar infinidad de historias sobre ese mundo. Recuerdo a un hombre ya de edad con una luenga barba que parecía vivir perennemente en uno de tales clubes. Cada cierto tiempo levantaba la mano como pidiendo silencio, y prologaba lo que iba a decir con la frase reverencial: «Un pensamiento». Y seguidamente decía algo que sonaba al mugido de una vaca que, de improviso, hubiese entrado en aquella sala. Recuerdo que en una ocasión un caballero que había soportado en silencio durante mucho tiempo sus salidas de tono (creo que se trataba de mi amigo Edgar Jepson, el novelista) no pudo soportarlo más y le soltó con una especie de grito exasperado: «¡ Hombre de Dios, no le llamará a eso un pensamiento !, ¿verdad?». Pero de esa calidad podían ser las ideas de semejantes librepensadores. Naturalmente, en esta situación social puede surgir la excepción a la regla. La inteligencia existe incluso en la intelligentsia. Y a veces sucede que una persona de auténtico talento siente debilidad por el halago, aunque proceda de los necios. Tal vez haya preferido decir algo que los estúpidos consideren inteligente, en lugar de algo que solamente los inteligentes se darían cuenta de que es verdad. Oscar Wilde fue una persona de esta clase. Cuando dijo en algún sitio que una mujer Página 133

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