Porque soy catolico

el cincel en el busto que está realizando lo hiciese en la cabeza de su modelo. Así que estos artistas anárquicos también sufren el mismo despiste fenomenal. Pongamos un caso práctico y sencillo. Son muchos los que habrán oído hablar burlonamente de lo que se llama «arte de la caja de bombones», expresión que se refiere a un arte simplón y sin gracia; un arte que nos recuerda esa clase de cuadritos que pueden poner enfermo a cualquiera. Imaginemos que estamos mirando esa caja de bombones (que, por desgracia, estará vacía) y vemos pintada en su tapa, con los más tenues colores, a una joven damisela de dorados tirabuzones asomada a un balcón con una rosa en la mano, en una escena toda ella iluminada por un delicado rayo de luna. Se pueden añadir otros toques al cuadro a gusto del artista; por ejemplo, la damisela puede estrujar una carta en la mano con gesto dramático, mostrar de forma más que evidente un anillo de compromiso, o estar despidiéndose lánguidamente de un caballero que se aleja en una góndola; o cualquier otra cosa que en este momento se me pueda ocurrir, y que pueda afligir al que vea el cuadrito. Por supuesto que me solidarizo con los sentimientos de esa persona; pero pienso que se halla totalmente equivocada. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que el cuadrito de la tapa es un poco tonto, o que su tema es demasiado estereotipado, o que resulta un poco difícil de aguantar, por mucho que nos gusten los bombones que contiene la caja? Pues queremos decir que eso no es un cuadro, sino más bien la copia de un cuadro. En definitiva, que es una reproducción de innumerables cuadros; que no es la reproducción fiel de una rosa, de una joven o de un rayo de luna. Dicho de otro modo: que el artista ha copiado a otro artista, que a su vez ha copiado a otro, remontándonos así hasta el primero de ellos que, con toda seguridad, pertenecía a la escuela romántica. Pero las rosas no copian a otras rosas, ni los rayos de luna se imitan unos a otros. Y aunque una mujer pueda copiar a otra en su atuendo, se limitará tan sólo a lo exterior y no a su propia existencia; su feminidad no está copiada de otra mujer. Consideradas como realidades, tanto la rosa como la luna o la mujer son sencillamente ellas mismas. Supongamos que la escena es auténtica y que no hay nada imitativo en ella. En tal caso la flor sería incuestionablemente fresca y la damisela indiscutiblemente joven. La rosa es un objeto real que olería con su propio aroma. La joven es una persona particular cuya personalidad es enteramente nueva para el mundo, y cuyas experiencias son asimismo completamente novedosas para ella. Si ha decidido permanecer es esa actitud asomada al balcón sosteniendo ese espécimen vegetal (cosa que no parece muy probable), no tenemos el menor derecho para dudar de que tendrá sus propias razones para hacerlo así. Resumiendo, cuando concebimos la cosa como una realidad, no tenemos razón alguna para calificarla de mera repetición. Pero en la medida en que pensemos que la escena ha sido copiada de forma mecánica y por dinero, como una pieza ornamental monótona y mercenaria, naturalmente sentimos que la flor no es más que una flor artificial y que el rayo de Página 135

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