Porque soy catolico

No he modificado mis puntos de vista sobre esas cosas porque nunca existió razón alguna que me obligara a hacerlo. Porque nadie —si es una persona que piense un poco—, que se sienta movido por la razón y no por la voluntad de la masa percibirá, por ejemplo, que siempre existen los mismos argumentos para lograr un propósito y, por consiguiente, una cierta personalidad en las cosas. Y sólo si esa persona se convierte en un ser obtuso le resultará fácil admitir vagamente que puede existir un propósito sin que exista una personalidad. Esto es tan cierto como que la vida siempre fue un don de Dios, algo inmensamente valioso e inmensamente valorado; y cualquier pesimista puede comprobarlo si le apuntan a la cabeza con una pistola. Solamente a un cierto tipo de individuos modernos les disgusta cualquier problema que apunte a su cabeza; y, por supuesto, les desagradaría tanto como una pistola cualquier simple pregunta que se les formulase. Resulta de mero sentido común, y totalmente coherente con la vida real, que el amor romántico es normal en la juventud, y que se va desarrollando de forma natural hasta llegar al matrimonio y a la paternidad, que constituyen el colofón del proceso de la edad. No se ha dicho ninguna tontería sobre esto, ni tampoco nadie que se preocupe por la verdad de las cosas se ha sentido molesto por esta profunda evidencia social, aunque se la haya tildado de perogrullada. Solamente quien no puede ver la verdad, por muy obvia que sea, se convierte en la víctima de las palabras y de las asociaciones verbales. Ése es el caso del necio que habiendo crecido entre rosas de papel no cree que la rosa de verdad pueda tener raíces; ni que esa rosa tenga espinas, hasta que lo comprueba con un doloroso pinchazo. Lo cierto es que el mundo moderno ha sufrido un desmoronamiento intelectual mucho mayor que su hundimiento moral. Se ha intentado abordar las cuestiones mediante simples asociaciones porque hay una reticencia a resolverlas mediante argumentos. Cuando se habla de modas casi todo cuanto se ha dicho sobre lo que es progresista y lo que es anticuado no merece más que una risita nerviosa. El más moderno de los modernos mira un cuadro en el que un hombre hace el amor a una mujer vestida con miriñaque con la misma burlona mirada que tendría un palurdo ante un extranjero ataviado con un sombrero estrafalario. Contemplan a sus padres como lo haría un paleto que viese a unos extraños llegados de no se sabe dónde. Parecen mentalmente incapaces de ir más allá de pensar que nuestras jóvenes son actuales porque llevan el pelo corto y minifalda, mientras que sus abuelas y bisabuelas llevaban tirabuzones y vestidos acampanados. Parece que con semejante pensamiento satisfacen todos sus posibles sarcasmos; son una raza de simples, un poco parecidos a los salvajes. Pertenecen a esa clase de turistas que se parten de risa porque ven en el extranjero unas costumbres que nada tienen que ver con las de su país. No voy a cambiar mi manera de pensar para complacer a personas de semejante catadura. ¿Debería hacerles caso? Página 138

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