Porque soy catolico
H I La juventud de la Iglesia asta finales del siglo XIX aproximadamente, quien decidiera abrazar la fe católica había de justificar su decisión. Hoy, lo que se considera normal es dar razones sobre por qué nunca habría de hacerse tal cosa. Puede parecer una exageración, pero estoy convencido de que millares de personas suscribirían esta verdad, aunque sólo sea en su subconsciente. Por otra parte, destaco dos de las razones, por parecerme fundamentales, que pueden conducir a cualquiera a abrazar la fe católica. La primera es que se crea que en ella anida una verdad firme y objetiva, una verdad que no depende de la personal creencia para existir. Otra razón puede ser que aspire a liberarse de sus pecados. Quizás haya hombres a quienes les sea posible decir que su fe no está basada en ninguno de estos motivos, pero en este caso poco importa cuáles sean los argumentos filosóficos, históricos o emocionales con los que quiera dar cuenta de su acercamiento a la vieja religión, ya que en ausencia de aquéllos no podrá decirse que ha hecho suya esta fe. Convendría hacer un par de observaciones previas, pienso, en lo que hace a ese otro asunto importante que bien podríamos llamar los desafíos de la Iglesia. Recientemente el mundo parece haber tomado conciencia de la existencia de esos desafíos, y además de un modo extraño y casi, por así decirlo, espantoso. Se me puede considerar, literalmente, como uno de los miembros menos relevantes —por ser uno de los más recientes— de la muchedumbre de conversos que opinan lo mismo que yo. El número de católicos felizmente se ha incrementado, pero al mismo tiempo se ha producido, por decirlo de algún modo, un feliz incremento en el de no católicos; valga decir, en el de no católicos a conciencia. El mundo se ha vuelto consciente de que no es católico. Hasta una fecha reciente, habría sido tan pertinente al menos meditar sobre el hecho de que tampoco es confuciano. El hecho es que la nutrida panoplia de razones para no convertirse a la Iglesia Romana ofrece la primera razón inapelable para abrazar esta fe. Compréndase que, en este ámbito, estoy apuntando a reacciones de rechazo, como antaño pudieron serlo las mías, basadas en convicciones tan honestas como convencionales. No estoy pensando sólo en el autoengaño o en hoscas e impacientes excusas, por más que suelan manifestarse antes de alcanzar la meta. Lo que aquí quiero poner de relieve es que, aun creyendo firmemente que esas razones son realmente razonables, subsiste la presunción tácita de que son, además, exigibles. Si se me permite opinar en nombre de tantos que valen más que yo, diré que desde el lejano momento en que comenzamos a experimentar todos esos cambios, tropezamos con la idea de que debíamos de tener razones para no incorporarnos a la Iglesia Página 15
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