Porque soy catolico
S X La máscara del agnóstico ir Arthur Keit h [32] , en sus recientes notas sobre el alma, ha puesto al gato fuera del saco, como suele decirse. Lo dejó fuera de aquel saco profesional que transporta el «hombre médico», al que describió como un ser que se siente obligado a afirmar que la vida del alma cesa cuando cesa también la respiración corporal. Tal vez la figura del gato no sea la más afortunada en este caso, pues no hay que olvidar que se trata de un animal muy especial, cuyas siete vidas pueden entenderse como una representación de la inmortalidad, como mínimo en forma de reencarnación. Pero, en cualquier caso, dejó al gato fuera del saco al revelar un secreto que un sabio convertiría en más importante si supiera guardarlo. Es un secreto del que los científicos no hablan como tales científicos sino sencillamente como materialistas. O sea, que no dan sus conclusiones sino que se limitan a ofrecer sus opiniones; y unas opiniones que, hay que decirlo, son muy flojas. No hace mucho, en su famosa ponencia sobre antropoides en el congreso de Leeds, sir Arthur Keith dijo que hablaba sencillamente como el portavoz de un jurado. Verdad es que, aparentemente, no había consultado con ese jurado; y muy pronto quedó claro que el mencionado jurado discrepaba profundamente de él, cosa que resulta inusual sobre todo después de que el portavoz ha entregado el veredicto. No obstante, con la utilización de esta metáfora quería dejar constancia de su imparcialidad, ya que todo miembro de un jurado está obligado por juramento a atenerse exclusivamente a los hechos y a las evidencias, sin que intervenga en su decisión el favor o el miedo. Cosa que hubiera resultado cien veces más eficaz si se nos hubiera dejado libres para imaginar que las simpatías personales de ese miembro del jurado podían estar en la otra parte; o, cuando menos, que no supiéramos que estaban muy inclinadas hacia una de las partes. Sir Arthur debería haberse mostrado cuidadoso para mantener la impresión de que, hablando estricta y exclusivamente como antropólogo, se veía obligado a aceptar el proceso de selección natural de los antropoides. Debería haber permitido que se pudiese inferir que como simple persona particular tenía derecho a anhelar todo tipo de visiones seráficas y esperanzas celestiales; podía investigar en las Escrituras o aguardar el Apocalipsis. Dado que se trataba de un asunto personal, podía ser en su vida privada mormón, cuáquero o cualquier otra cosa que le viniese en gana. La cuestión era que los hechos le obligaban a aceptar la conclusión darwiniana. Y un hombre que se ve en tal situación, que se ve obligado a aceptar esas conclusiones, se convierte en un testigo real aunque sea un testigo renuente. En el juicio de Darwin el hombre normal tal vez sintiera que Página 153
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