Porque soy catolico
dado cuenta hasta ahora de lo transparentes que se han vuelto sus trucos. Uno de los más familiares y meridianos es el conocido como «contradicción oficial». Es una forma extrañamente simbólica de declarar que algo ha sucedido al negar que ha sucedido. De este modo se publican de forma descaradamente regular reportajes que tratan de enmascarar la situación tras cualquier escándalo político. Y así el honorable y digno caballero espera que no le sea necesario contradecir lo que seguramente el honorable miembro de la cámara no ha pretendido insinuar. Y así el ministro sube al estrado para negar que su Gobierno vaya a efectuar cualquier tipo de cambios en su política. Y del mismo modo sir Arthur Keith sube a otro estrado para negar que haya cambios en la actitud científica respecto a Darwin. Y cuando oímos eso todos damos un suspiro de satisfacción, porque sabemos exactamente lo que eso significa. Significa, más o menos, lo contrario de lo que se afirma. Significa que en el gobierno han surgido problemas dentro del partido o, dicho de otro modo, que empiezan a surgir disensiones dentro del mundo científico sobre el tema del darwinismo. Lo curioso es que en el último de estos dos casos los científicos oficiales no sólo se muestran muy solemnes a la hora de pronunciar la contradicción oficial, sino que son mucho más simples al suponer que nadie se dará cuenta de que es una postura oficial. En el caso de una ficción semejante en el mundo de la política sucede algo muy peregrino: los políticos no sólo conocen la verdad sino que saben que nosotros también la conocemos. En estos días todo el mundo sabe, por los cotilleos que abundan por doquier, lo que quiso decir el Primer Ministro cuando expresó su total acuerdo con el resto de sus colegas del Gobierno. Naturalmente, el Primer Ministro no espera que nos creamos que él es el jefe sacrosanto de una hermandad de caballeros que le juraron lealtad e, incluso, dar sus vidas por él. Pero sir Arthur Keith sí espera que nos creamos que él es el portavoz de un jurado en el que figuran todos los hombres de ciencia, y que todos ellos están de acuerdo en creer que la teoría de Darwin es «eterna». Esto es lo que yo entiendo por encubrimiento infantil y por truco evidente y tosco. Por eso digo que ellos no saben lo mucho que nosotros sabemos. El político es menos absurdamente pomposo que el antropólogo, incluso si los ponemos a prueba por lo que ambos llaman progreso, término que, por lo general, viene a ser sinónimo de tiempo. Todos conocemos el oportunismo oficial que siempre defiende el presente Gobierno. Pero esto no es más que una defensa oficial de todos los gobiernos pasados. Si alguien dijera que la política de Palmersto n [35] iba a ser eterna, pensaríamos de él que estaba un poco chiflado. Sin embargo, Darwin alcanzó fama en las mismas fechas que Palmerston, y está igualmente pasado de moda. Si el señor Lloyd George se levantara para decir que el gran Partido Liberal no ha retrocedido ni una sola posición desde los tiempos de Cobden y Brigh t [36] , los únicos tribunos del pueblo, concluiríamos con cierta renuencia (si tal cosa fuese posible) que estaba diciendo disparates a personas que ignoraran la historia del partido. Si un reformador social afirmara solemnemente que toda la filosofía social procede Página 156
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