Porque soy catolico
católica. Nunca he tenido motivos para no abrazar el credo griego, la religión mahometana, o bien la teosofía o cualquier otra sociedad de amigos. Desde luego, de habérseme pedido que lo hiciera, habría podido descubrir y exponer con claridad esos motivos, del mismo modo que habría podido explicar por qué no decidí vivir en Lituania, ejercer de gestor administrativo o cambiar mi nombre por el de Vortigern Brown, por no decir nada de los cientos de otras cosas que nunca se me ha pasado por la mente hacer. El hecho relevante es que nunca he sentido la presencia o la urgencia de que ello fuera posible, que en mis oídos jamás resonó el llamado de una distante y perturbadora voz señalándome el camino de Lituania o del islam, y que nunca me sentí impelido a comprender por qué no me llamo Vortigern o mi fe no es la teosófica. Una presencia y una urgencia de esta índole me parecen hoy universales y ubicuas en lo que hace a la Iglesia, y no sólo, por cierto, para los anglicanos, sino también para los agnósticos. Quiero insistir en ello: no estoy diciendo que las objeciones de éstos carezcan de fundamento. Es más, afirmo lo contrario: que ahora han comenzado a objetar de verdad y que ahora sí comienzan a plantar cara y dar batalla. Uno de los más famosos maestros modernos de la ficción y la filosofía social, quizás el más famoso de todos, asistió en una ocasión a una discusión que sostenía con un sacerdote anglicano acerca de la teoría católica del cristianismo. Aproximadamente a la mitad de nuestro intercambio, el gran novelista comenzó a dar frenéticos saltos por toda la habitación, con tan típicos cuan hilarantes bríos, mientras iba repitiendo: «¡No soy cristiano! ¡No soy cristiano!», y agitaba sus brazos y piernas como si buscara escapar de las redes de un pajarero. Parecía haber divisado un impreciso y vasto ejército empeñado en una maniobra envolvente para acorralarlo y empujarlo al reducto del cristianismo y, de ahí, de cabeza al catolicismo. Y estaba convencido de haber logrado romper el cerco y no haber caído aún en sus garras. Con todo el respeto debido a su genio y franqueza, la verdad es que parecía encantado de echar una cana al aire antes de tener que responder a la pregunta: «¿Y por qué no nos convertimos al catolicismo?». Si he empezado recordando este episodio de la conciencia que todos tenemos de los desafíos de la Iglesia es porque estoy convencido de que está relacionado con otra cosa. Esa otra cosa es la más poderosa de todas las fuerzas puramente intelectuales que han logrado llevarme hacia la verdad. No se trata únicamente de la supervivencia de la fe, sino de la singular naturaleza de su supervivencia. Ya me he referido a ello utilizando la expresión convencional «la vieja religión». Pues resulta que esa religión no es vieja, porque es una religión que se niega a envejecer. En este momento histórico, además, es una religión extremadamente joven o, para decirlo con más propiedad, sobre todo y especialmente una religión para hombres jóvenes. Mucho más novedosa que todas las nuevas religiones que han aparecido entretanto y que profesan jóvenes mucho más fogosos, mucho más impregnados por ella, más entusiastas a la hora de explicar en qué consiste y argumentar a su favor de lo que lo Página 16
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