Porque soy catolico
al saber que cuando la cabeza de William Wallac e [43] fue mandada clavar en una pica por orden de Eduardo I, sus restos mortales fueron enterrados respetuosamente y respetada su figura por Eduardo III. También nos sorprendería mucho que los jueces de la reina Isabel rompieran una lanza para repudiar e invalidar el proceso que llevó a Tomás Moro al cadalso. Normalmente es mucho después, cuando las ambiciones y las rivalidades ya han fenecido, cuando los enfrentamientos y los intereses familiares hace mucho que quedaron olvidados, cuando surge una cierta comprensión y respeto por el enemigo muerto. En el siglo XIX los ingleses escribieron un romance a Wallace y levantaron una estatua a Washington. Durante los siglos XIX y XX brotó en Inglaterra un notable entusiasmo y se escribieron un buen número de excelentes libros sobre Santa Juana. Y albergo la esperanza de que llegue el día en que estas medidas de magnanimidad lleguen a donde más se necesitan, pagando así en cierto modo la deuda contraída. Me gustaría ver amanecer el día en que los ingleses levanten una estatua a Emme t [44] al lado de la de Washington. Y también desearía que en el centenario de la Emancipación se produjera en Londres una algarabía tan festiva para conmemorar la figura de Daniel O’Connel l [45] como la que se produjo en honor de Abraham Lincoln. Pero yo quiero hacer aquí un comentario en un sentido más amplio, porque muy importante es el caso que nos ocupa. Así pues, quiero decir que si tomamos la historia de Santa Juana como una prueba, lo verdaderamente notable no es tanto la lentitud con la que la Iglesia la enalteció, sino la que mostraron todos los demás. El mundo, en especial la élite más sabia del mundo, se mostró extraordinariamente tardía a la hora de darse cuenta de que había sucedido algo muy notable; y lo hizo mucho más tarde que las rígidas autoridades religiosas del siglo XV . Esa rigidez de la religión del mencionado siglo muy pronto habría de verse rota debido en parte a la acción de fuerzas benéficas, y en parte a otras maléficas. Relativamente poco después de que las cenizas de Santa Juana fueran arrojadas al Sena, y muy poco después de su rehabilitación, tuvo lugar la eclosión del Renacimiento. No muchos años más tarde surgía la Reforma. El Renacimiento produjo una notable variedad de opiniones y puntos de vista sobre cosas muy diversas. La Reforma, a su vez, dio pie a un sinfín de mezquinas interpretaciones que se repartieron entre toda clase de sectas. Pero, al menos, hubo numerosas diferencias y variedad de puntos de vista, muchos de los cuales se han ido relajando actualmente de las restricciones que los caracterizaron en la disciplina medieval. La imaginación y la razón, dejadas a su libre albedrío, pudieron desempeñar un notable papel tanto en el caso de Juana de Arco como en el de John Huss. De hecho, esa razón y esa imaginación no le sirvieron a ella de mucho. El humanismo, el humanitarismo y, en un sentido más amplio, la humanidad no rehabilitaron la figura de Juana hasta quinientos años después de que lo hubiera hecho la Iglesia. La historia de lo que han dicho grandes hombres sobre esta gran mujer constituye un relato deprimente. El más grande de estos personajes, Shakespeare, ocupa el Página 161
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