Porque soy catolico

del asunto es que los jesuitas, en su capacidad dialéctica, padecieron el haber aparecido doscientos años antes de lo debido. Procuraron empezar de forma cautelosa lo que ahora vemos surgir por todas partes de forma caótica, y que aparece en novelas y obras de teatro que hacen mención a situaciones problemáticas. Dicho con otras palabras: los jesuitas reconocían que surgen problemas en la conducta moral; problemas que no se referían a si hay que obedecer la ley moral, sino sobre la adecuada aplicación de esa ley moral en determinados casos. Sin embargo no se les reconoció como pioneros que habían empezado a formularse las preguntas que, mucho después, se harían Ibsen, Hardy o Shaw. Se les recordará como malignos conspiradores que no siempre creyeron en el divino derecho de los reyes. Su movimiento demasiado vanguardista les valió el ser condenados por aquellas primeras generaciones, sin que las posteriores supieran agradecérselo. Los protestantes han apoyado calurosamente a Pascal en contra de ellos, sin molestarse en descubrir que muchas de las cosas que Pascal denunciaba son principios que defiende el hombre actual. Por ejemplo, Pascal atacaba a los infames jesuitas porque decían que una joven puede casarse, en determinadas circunstancias, en contra de la voluntad de sus padres. En este sentido, como en otros, habrían tenido de su parte a los modernos novelistas; pero actuaron demasiado pronto para poder tener a nadie de su parte. Más aún, ellos querían encajar esas excepciones en la norma moral. Los modernos que lo llevaron a cabo dos siglos después no se preocuparon por establecer ninguna norma moral sino que se limitaron a una mezcolanza de excepciones. Se me ocurre ahora otro ejemplo. Son muchos los autores que han escrito largos trabajos hablando de la lentitud con que se fue abriendo paso la idea de la justicia que debería practicarse con los aborígenes, los indios y demás razas autóctonas; una justicia que avanzó paso a paso a medida que se afianzaban las modernas ideas humanitarias. En este sentido se considera a Pen n [48] , el gran cuáquero, como el fundador y padre de la República. Indiscutiblemente, fue una figura vanguardista en este campo, en el campo de los puritanos; pero Las Casas, el «Apóstol de los indios», había llegado a América con Cristóbal Colón. Se me hace difícil encontrar a otra figura anterior a ésta. Pasó toda su vida luchando por los derechos de los indios; pero lo hizo en una época en la que nadie conocía la historia de este santo hombre español. Tanto en éste como en otros muchos ejemplos creo que la auténtica historia de los verdaderos pioneros católicos ha corrido la misma suerte: fueron los primeros y quedaron olvidados. Página 163

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