Porque soy catolico

fueron los jóvenes socialistas de mi juventud. No es sólo un cuerpo de guardia custodiando la entrada del templo, sino que ha vuelto a tomar la iniciativa y a dirigir el contraataque. En suma, lo que siempre es la juventud, lleve o no razón: agresiva. Y es esa atmósfera de agresividad que hoy rodea al catolicismo lo que justifica que los viejos intelectuales se pongan a la defensiva. A ella se debe la casi enfermiza conciencia de sus limitaciones a la que he aludido. Los conversos están librando una verdadera batalla, como reza la recurrente fórmula con que comienza la Santa Misa, por alcanzar aquello que pueda llenar de gozo su juventud. Ni siquiera soy capaz de decir si la sobrenatural frescura que impregna tan antigua realidad es explicable, a menos de aceptar la hipótesis de que se trata, en efecto, de un fenómeno sobrenatural. Ejemplo harto distinguido y digno de esta forma vergonzante de paganismo lo ofrece el señor W. B. Yeats . [1] Nunca leo lo que escribe o escucho lo que dice sin sentirme estimulado. Su prosa es aún mejor que su poesía, y su conversación muy superior a su prosa. Sin embargo, precisamente en este sentido es posible decir que es vergonzante, y aun que lo es inevitablemente, ya que el clima donde prospera se ha instalado aún más pertinazmente en Irlanda que en Inglaterra. Si hubiera de ilustrar con un solo ejemplo una inobjetable defensa del paganismo, difícilmente se podría dar con más clara muestra que la ofrecida por este fragmento de las deliciosas memorias de Yeats publicadas en Mercury, donde su autor medita sobre los poemas más tristes de Lionel Johnson y otros de sus amigos católicos: Pienso que [el cristianismo] sólo sirvió para ahondar en la desesperación y multiplicar las tentaciones… ¿Por qué nacen cada día en todas partes estas extrañas almas, dueñas de unos corazones que el cristianismo, en la forma que ha adquirido históricamente, es incapaz de saciar? Nuestro amor se agota con nuestras cartas de amor; no hay escuela pictórica capaz de sobrevivir a sus fundadores, ni brochazo del pincel que con el tiempo no vea menguar su vitalidad: el prerrafaelismo vivió dos décadas, el impresionismo, a lo sumo, tres. ¿Por qué pensar que la religión puede evitar este destino? ¿Será acaso cierto lo que afirma Melarmé [sic], cuando dice que el aire que respiramos está perturbado «por el temblor del velo del templo», o que «nuestra época aspira únicamente a plasmarse en un solo libro»? A finales del pasado siglo, algunos creímos que ese libro estaba a nuestro alcance, pero después vino la bajamar. Por descontado, es posible corregir algún que otro defecto en estas afirmaciones. Decir que la fe sirve sólo para prohijar más tentaciones es tan cierto como suponer de un perro que se convirtiera en hombre que se vería expuesto a nuevas tentaciones. En cambio, que la desesperación pueda acrecentarse es sencillamente falso, por dos razones al menos: en primer lugar, porque en sí la desesperación es pecado del espíritu y blasfemia para el católico, y después porque resulta impensable que la desesperación de numerosos paganos, incluida la del señor Yeats, lleve en sí la posibilidad de prosperar. Pero lo que me interesa de estas observaciones preliminares es la idea que se hace su autor de la existencia y duración de algunos movimientos. Cuando gentilmente pregunta por qué el cristianismo católico habría de ser más perdurable que otros fenómenos, sería posible responder con más gentileza aún: «En Página 17

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