Porque soy catolico
más que trate de librarse de las fórmulas eclesiásticas. Cuando el citado crítico, u otros mil críticos parecidos a él, alegan que lo único que se nos pide es que asistamos a la misa de una forma mecánica, está diciendo algo que no es verdad al referirse a los sentimientos de un auténtico católico cuando asiste a los Sacramentos. Sin embargo está diciendo algo que sí es cierto cuando se hace referencia al protocolo de situaciones oficiales en la Corte o en recepciones ministeriales; o, para generalizar, en la mayoría de los actos sociales que tienen lugar en la vida corriente. Esta lamentable repetición de fórmulas sociales constituye de hecho algo que resulta inocuo, una manifestación más o menos patente de la Caída del hombre; en realidad puede ser lo que a los críticos les parezca bien juzgar. Pero quienes han formulado dicha crítica, cientos y cientos de veces, como una acusación especial y concreta contra la Iglesia, son elementos que no parecen ver el mundo que les rodea y en el que viven, y que solamente se concentran en aquellas cosas que quieren denigrar. En este mismo trabajo abundan sorprendentes casos de esta increíble inconsciencia. El autor se lamenta de que los sacerdotes lleguen a la vocación con los ojos vendados, sin entender en absoluto los deberes y obligaciones que ella comporta. Eso es algo que creemos haber oído anteriormente. Pero pocas veces lo hemos oído de manera tan extraordinaria como en esta afirmación: que un hombre pueda ingresar en el sacerdocio siendo todavía «un niño». Se diría que el autor tiene unas ideas extrañas y muy elásticas acerca de la duración de la infancia. Pues como ha señalado Michael William s [53] en su inteligente colección de ensayos Catholicism and the Modern Mind [El catolicismo y la mentalidad moderna], semejante afirmación carece de todo rigor, teniendo en cuenta que un sacerdote no hace sus votos hasta los veinticuatro años, como muy pronto. Pero también aquí me siento obsesionado por esta fabulosa y poco seria comparación entre la Iglesia y cuanto sucede fuera de ella. La mayoría de las críticas al catolicismo subrayan que alimenta sentimientos antipatrióticos; y semejante crítica insiste en las desventajas de una Iglesia que está «unida a una diócesis italiana». Yo, por mi parte, puedo afirmar haber sido siempre un defensor del culto al patriotismo; y nada de lo que aquí digo tiene la menor vinculación con lo que comúnmente se conoce como pacifismo. Creo que nuestros amigos y hermanos cayeron hace diez años en una guerra contra el fiero paganismo del norte. Creo que el prusianismo que derrotaron se había congelado en un orgullo infernal; y creo que esos muertos cumplieron bien con su deber; quizás mejor que nosotros, que vivimos para ver lo mala que puede ser una paz. Pero, ¿cómo es posible que critiquemos a una Iglesia que acepta los votos de los jóvenes? ¿Qué podemos decir a esos que se enfrentan a la Iglesia apoyando un patriotismo o un cierto tipo de ciudadanía en un tema así? Ellos son los que alistan forzosamente a muchachos de dieciocho años, aplauden a los voluntarios de dieciséis que dicen tener dieciocho y los arrojan por millares a una inmensa y terrible hoguera, a una cámara de tortura, de cuyos horrores no tienen la menor idea y de la cual el honor les impide escapar. Y no tienen inconveniente alguno en mantenerlos en Página 170
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