Porque soy catolico

decimos. Por consiguiente se puede deducir que lo decimos para conseguir cierto efecto. Por el contrario, él dice lo que le resulta natural decir, pero no sabe muy bien lo que está diciendo; y mucho menos todavía por qué lo dice. Así pues no se le puede acusar de estar revelando su dogma al mundo, porque ni siquiera sabe revelárselo a sí mismo. Es simplemente un partidario, un particular, un individuo que depende en gran medida de un sistema doctrinal que es diferente de otro. Pero lo ha dado tan por descontado que, a menudo, se olvida de lo que profesa. Por tanto su literatura no le parece partidaria, aun cuando lo sea. Pero a él nuestra literatura sí le parece propagandística, aunque no lo sea. Supongamos que escribo un relato —esperemos que se trate de un relato breve—, sobre un bosque que está encantado por espíritus malignos. Dejándonos llevar por la imaginación digamos que por la noche de todas las ramas de los árboles parecen colgar cientos de cuerpos ahorcados, algo así como el famoso huerto de Luis X I [57] , una visión que no es otra cosa que los espíritus de los viajeros que han pasado por ese paraje y que se suicidaron ahorcándose al llegar a ese lugar; o cualquier otra visión tan deliciosa y simpática como ésa. Supongamos que yo hago que el héroe de mi relato, Gorlias Fitzgorgon (un tipo valiente donde los haya) haga el signo de la cruz cuando pasa por ese enclave maléfico; o que el amigo que incorpora la sabiduría y la experiencia le aconseje que consulte a un sacerdote con vistas a un exorcismo. El hacer el signo de la cruz me parece no solo algo que religiosamente está bien, sino artísticamente apropiado y psicológicamente verosímil. Es lo que yo hubiera hecho; es lo que creo que mi amigo Fitzgorgon hubiera hecho; es también algo ascéticamente apto o, como suele decirse, algo «apropiado». Creo que bien podría resultar eficaz si el viajero hubiera visto con el ojo místico, cuando vio el bosque de los muertos, una especie de maraña de cruces plateadas cerniéndose en la oscuridad, en el mismo lugar en que múltiples dedos humanos habían hecho aquel signo en el aire. Pero aunque esté escribiendo lo que me parece algo natural, apropiado y artístico, sé que en el momento en que lo haya escrito surgirá un clamor que irá creciendo con la palabra «propaganda» brotando de un millar de gargantas; y que cualquier otro crítico, incluso si es lo suficientemente amable como para comentar el cuento, añadirá sin duda: «Pero, ¿por qué el señor Chesterton saca a relucir el catolicismo romano?». Pero supongamos ahora que el señor Chesterton no tiene esa desagradable costumbre. Supongamos también que escribo esa misma historia, o una historia de esa clase, envuelta en una filosofía que resulta familiar y, por consiguiente, inadvertida. Supongamos que acepto las apreciaciones prefabricadas del momento, sin examinarlas más de lo que puedan hacerlo los otros. Supongamos que entro en el suave mecanismo de la rutina periodística y de las muletillas políticas y hago que el héroe de mi historia actúe exactamente igual a como lo haría el héroe de cualquier historia corriente. Ya sé lo que haría ese individuo; incluso puedo decirle las palabras que emplearía. En ese caso, Fitzgorgon, al tener una primera visión de los espectros Página 177

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