Porque soy catolico

D XVII Fiestas y ascetismos urante las recientes festividades navideñas (que como sucede con otras festividades se ven precedidas por un ayuno ceremonial) estuve reflexionando sobre lo complicado que resulta para muchos este tipo de combinaciones. El «modernista», es decir, ese individuo que presume de ser muy moderno, es generalmente un tipo que come tanto en Nochebuena que lógicamente no tiene el menor apetito el día de Navidad. A esto se le llama «adelantarse a los tiempos»; algo que parece que tienen que hacer todos aquellos que se sienten muy progresistas, proféticos, futuristas y, en general, todas esas gentes a las que el señor Belloc incluye en el Gran Amanecer Rosado; un amanecer que generalmente parece bastante más rosado la noche de la víspera que la misma mañana siguiente. Sin embargo, para muchos que no viven esos adelantos temporales la combinación de semejantes ideas parece resultar un poco contradictoria y confusa. Aunque en realidad resulta más complicada que confusa. La gran tentación que asalta al católico en este mundo moderno es la que surge de su orgullo intelectual. Y es tan evidente que la mayoría de sus críticos hablan sin el menor conocimiento de lo que están hablando, que a veces se siente tentado de caer en la lógica poco cristiana de responder al necio con otra necedad. Se encuentra tan dispuesto a disfrutar en secreto de la sutileza y de la riqueza que le proporciona la filosofía que ha heredado que no le importaría gran cosa replicar al bárbaro antagonista con mayor contundencia de la que éste ha empleado. Se siente tentado a establecer un cierto tipo de pactos irónicos, o incluso a disimular los propios como si fuera un auténtico zopenco. Personas que podrían defender con argumentos filosóficos bien elaborados sus puntos de vista y sus opiniones se complacen a veces en manifestar una credulidad notoriamente infantil. Tras haber elaborado su propia lógica de forma compleja se solazan en responder al otro de una manera muy simple, a fin de impresionarlo con argumentos absolutamente pueriles. O, como sucede en el caso que nos ocupa, tratarán de encontrar una cierta amarga diversión en complicarles la presentación de sus argumentos, dejando que el adversario piense de ellos lo que le dé la gana. Así que cuando alguien dice que el ayuno es todo lo contrario a un banquete y que, sin embargo, ambos nos son sagrados, es posible que algunos de nosotros nos inclinemos a afirmarlo con una sonrisa poco sincera. Cuando el inquieto crítico nos suelta que la Navidad es para algunos tan sólo una ocasión para pasarlo bien, para comer buena carne y beber buen vino, y que, sin embargo tú no te privas tampoco de caer en esas prácticas poco cristianas, usted se pone a su altura diciéndole que tiene toda la razón, y que así son las cosas. Y cuando el otro, todavía más encorajinado le dice: «Ya, ya, Página 186

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