Porque soy catolico

C XXII Sobre el valor y la independencia uando se nos presiona e insulta por nuestra obstinación en decir la misa en una lengua muerta, nos sentimos tentados de replicar a esas personas que no son ellas precisamente las más indicadas para hablar en defensa de las lenguas vivas. Si consideramos lo que han hecho con la noble lengua inglesa, comparada con el inglés del Libro de Oraciones anglicano —y dejamos en paz el latín de la misa— tenemos la impresión de que el desarrollo que han hecho de la lengua bien puede considerarse degenerado. A la lengua que se considera muerta no se la puede etiquetar de degenerada. Seguramente incluso nuestros adversarios podrán comprender que nos refugiemos en ella cuando la palabra «inmaculado», en el lenguaje coloquial se refiere tan sólo a la blancura de las camisas; o que «unción» no signifique la Extremaunción, sino simplemente una especie de rectitud empalagosa. Es innecesario decir hasta qué punto han perdido las cualidades morales su capacidad mística; y con ella toda su dignidad, delicadeza y espontaneidad espiritual. La caridad, que representó el núcleo más ardiente del mundo, se ha convertido en el nombre que se da a una especie de pomposo patronazgo de los pobres que en nuestros días se está convirtiendo en una especie de servidumbre para estos mismos pobres. Pero todavía existen ejemplos más sutiles de la degradación de este tipo de términos. Y creo que un ejemplo de esta degradación, todavía peor que el sufrido por la palabra caridad, es el término periodístico que suele otorgarse a la palabra valor. A cualquier autor que, viviendo de la forma más confortable y segura que pueda darse, se le ocurriera escribir una novela o una obra de teatro que provocase tan sólo una mínima sensación en los medios sociales más elegantes de Londres, se le calificaría rápidamente de «arriesgado», aunque nadie lograra saber a qué tipo de peligro se está arriesgando. Me estoy refiriendo, naturalmente, a peligros mundanos; o a ese único tipo de peligros en los que él puede creer. Supongo que el hecho de que pueda ser halagado por todos aquellos a los que considera cultos, y débilmente criticado por quienes considera pasados de moda, no es precisamente un hecho determinante para considerar a ese mencionado autor como un heroico guerrero, o como un mártir que ha tenido el valor de soportar semejante prueba de valor. Hace no mucho, el crítico de un periódico dominical se dejaba arrastrar por una especie de frenesí admirativo ante el «valor» de una obrita teatral de poca monta en la que un soldado se mostraba tan histérico como una damita boba porque no podía soportar la crueldad de quienes suponía que deberían defender a su país. Resulta bastante divertido que su idea del valor se acercara a lo que podría entenderse como Página 206

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