Porque soy catolico

primero en sus grandes triunfos militares, el segundo en su gran prestigio imperial. Hubiesen podido llegar a instaurar un nuevo sistema de no haber sido porque, sorprendentemente, la única semilla y el tesoro oculto de la novedad estaban ya en el viejo sistema. Cualquiera que lea entre líneas los anales del siglo XII comprenderá que el mundo estaba potencialmente infiltrado por el panteísmo y el paganismo; esto es algo evidente en el temor que infundía la versión arábiga de Aristóteles o en los rumores que corrían sobre los grandes hombres y su supuesta condición de musulmanes no declarados. Ante el relajamiento de la fe primitiva acaecido durante la Edad Oscura de la Alta Edad Media, los mayores pudieron pensar que lo que se avecinaba era la disolución de la cristiandad en el seno del islam. Pero si tal pensaron, les habrá sorprendido descubrir lo que sucedió realmente. Lo que sucedió fue que millares de gargantas de hombres jóvenes rugieron atronadoramente, mientras ponían su juventud al servicio del alegre contraataque de las Cruzadas. El efecto más real del peligro que suponía la nueva religión tenía que ver con la renovación de nuestros propios jóvenes. Y ahí estaban: los hijos de San Francisco, los joculatores Domini (juglares del Señor), infatigables errantes cantando por todas las rutas del mundo, la ascensión gótica de una lluvia de flechas, el rejuvenecimiento de Europa. Y aunque conozco menos bien el periodo anterior, sospecho que lo mismo sucedió con el ortodoxo Atanasio y su revuelta contra el oficialismo arriano. Los ancianos habían convenido un compromiso, pero San Atanasio se puso a la cabeza de la juventud, cual divino demagogo. Los perseguidos se llevaron al exilio el fuego sagrado: una antorcha flamígera que se podía arrojar a lo lejos, mas nunca apagarse de un pisotón. Siempre que el catolicismo se ha visto apartado por considerarse que es cosa anticuada, se las ha ingeniado para volver como novedad. Como si se tratara de una parábola en la que, expulsado del hogar, un anciano se ve obligado a vagar en la tormenta, como Lear, pero al cabo regresa, transformado en un joven que encabeza una revuelta y llama a la puerta, como Laertes. Es una parábola que excede cualquier tragedia humana, aun una tragedia de Shakespeare, y que sólo puede ser, en el sentido más riguroso de la expresión, una divina comedia. O en otras palabras, esa tragedia sólo podría ser un milagro medieval, ya que la muy específica realidad que describe sólo admite ser plasmada en un relato sobrenatural o, como diría un escéptico, en una fábula. Nada más fácil, sin duda, que declamar con acento trágico la razón del viejo y la sinrazón del joven, incluso nada más fácil que mostrar al joven castigado por su sinrazón. Pero lo más probable es que el mayor castigo para el joven fuera la muerte del anciano. Que se viera llorando junto a una tumba con inútil arrepentimiento. Pero no podría consistir en que el anciano se levantara de repente de su tumba y le propinara al joven una sentida colleja: éste es el típico castigo que sólo puede concebirse en una divina comedia, un castigo que entraña el tipo de justicia poética que ha marcado, siglo tras siglo, el renacimiento de nuestra religión. Nada hay en lo que los realistas consideran la vida real que pueda compararse con tan enérgica Página 21

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