Porque soy catolico

conocemos todo cuanto se refiere al hombre nórdico; al menos todo lo que cualquiera pueda saber sobre un personaje que no existe. Por ejemplo, sabemos que hasta el otoño de 1914 solía ser llamado hombre teutónico. Por aquellos días el deán Inge solía mostrarse su más ferviente admirador, incluso lo era más que ahora. En cierta ocasión citó profusamente, y todavía lo cita ocasionalmente, a aquel glorioso patriota inglés, el señor Houston Stewart Chamberlain . [89] Ya hemos comprendido plenamente que todos los hombres nórdicos eran como dioses, con hermosos y largos cabellos rubios y de talla gigantesca; por eso nos resulta muy agradable saber que también nosotros somos hombres nórdicos. Aunque, por desgracia, los alemanes son todavía más nórdicos, altos y bellos que nosotros; al menos ellos lo dicen así, y deben saberlo. El pobre teutón fue un poco impopular durante unos cinco años, más o menos; pero ahora está volviendo a ascender a las alturas para mejor sentir la fuerza solar, como les sucedió a los reyes tras la caída de Napoleón, en el poema de la señora Browning . [90] Como hicieron otros muchos, también él cambió el nombre durante la Guerra. Ahora es completamente nórdico y nada teutónico. Como todo su empeño en este mundo es, y siempre fue, auto alabarse y exaltar la virtud del orgullo, virtud que ha estado tan infravalorada por los cristianos, resulta completamente natural que desprecie a los «dagos » [91] y hable de la infracultura de las criaturas sin ley. También es perfectamente comprensible que afirme que todos los españoles no son más que una despreciable casta de toreros y los italianos unos viciosos organilleros. También es posible que en algunos momentos nos hable de la perezosa incompetencia de Napoleón y de la impotente languidez de Mussolini. A todo esto nos hallamos acostumbrados. Es lo que se puede esperar del hombre nórdico. Nadie llegaría a imaginarse nunca que el hombre nórdico pudiera enfrentarse a los hechos que tiene ante sus narices, o que aprendiera algo incluso de su propia experiencia. Siempre lo tuvimos muy claro, como una especie de comprensión mutua. Por un lado teníamos al hombre nórdico que era un tipo noble porque era protestante y tenía el pelo rubio; y por otro, teníamos al católico meridional, una especie de animal de clase baja, que era moreno y supersticioso. Pero, ¿por qué el hindú? ¡Oh, Venerable Padre Dios, amoroso pastor de almas!, ¿por qué el hindú? ¿Por qué se nos dice ahora que aprendamos de unas gentes que tienen el cabello bastante más oscuro y viven todavía mucho más lejos del Círculo Ártico? ¿Acaso no son una raza inferior, conquistada por el imperialismo atronador de Birmingham? ¿Acaso no pertenecen a ese grupo de gentes sin ley? ¿Habremos de ir a Asia para escapar del folclore y de la magia? ¿Acaso no han mostrado nuestros queridos hindúes alguno de los graves errores que exhiben impúdicamente los romanos? Si los latinos son idólatras, ¿es que no han tenido ídolos los indios? Si la Europa meridional está ligada a la mitología, ¿acaso el Asia meridional es un mundo en donde brilla la pura razón jamás empañada por la fuerza de los mitos? Página 213

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