Porque soy catolico

que los que nos presenta con toda seriedad la escuela a la que pertenece sir Arthur. No estoy diciendo que debiera ponerse fin a semejante prueba de extravagancia, o que no puedan defenderse los detalles de una de esas sesiones. Pero cuando sir Arthur se burla deliberadamente de nuestras ceremonias, debería permitírsenos, al menos, que sonriéramos ante las suyas. Supongamos que cualquiera de los ritos católicos que se celebran ante el altar consistiera en atar a una persona de pies y manos, ¿qué no se diría de un acto semejante? Supóngase que declaramos que nuestro sacerdote cae en trance y que surgen de su boca nubecillas de una sustancia blanquecina y algodonosa como prueba irrefutable de la gracia celestial. ¿No susurrarían algunos de nuestros críticos la palabra «absurdo»? Si lleváramos a cabo un pequeño servicio vespertino en el que una gran trompeta de latón se desplazase por el aire y se pusiera a dar golpecitos en la cabeza de la gente, acariciase muy afectuosamente a una dama, o se exhibiese como un instrumento musical de lo más atractivo y coqueto, ¿no tendrían algo que decir al respecto nuestros críticos sobre el desagradable brote de histerismo y excitación que se adueñaría de los papistas allí reunidos? Por tanto, si el espiritista se sale de madre y nos desafía a un duelo de dignidad, no creo que razonablemente se pueda decir que se mueve en un terreno más serio y firme que el nuestro. Pero yo no resalto estas acusaciones para mostrar cuán retrógradas son, sino para mostrar hasta qué punto el espiritista retrocede en su evolución, se revuelve contra sus orígenes y se olvida de todo para entablar guerra contra su propia madre. El que pertenece a una de estas modernas religiones no se enfrenta al mundo moderno, como bien pudiera hacer, porque ese mundo carezca de pudor. Se enfrenta con su anciana madre, que es la única que le ha enseñado un poco de ese pudor. No condena los bailes modernos o los espectáculos de moda por su vulgaridad y por la indiferencia que muestran ante la indignidad. Lanza su carga de absurda extravagancia contra la única ceremonia que realmente conserva la dignidad. Le parece que es más importante que la Iglesia católica se muestre totalmente abierta a los malos entendidos, a que el mundo entero se vaya al diablo en una danza mortal y ante sus propios ojos. Y tiene toda la razón; cuando menos, el instinto del cual esto es un símbolo, tiene toda la razón. Realmente, el mundo hace a la Iglesia católica el mayor cumplido al mostrarse intolerante con su tolerancia, incluso con la apariencia de mal que tolera en todo lo demás. Una luz intensa se abate sobre ese trono eliminando cualquier asomo de mancha. Pero lo que aquí interesa es el hecho de que incluso aquellos que dicen estar erigiendo nuevos tronos o arrojando una nueva luz se hallan mirando constantemente al pasado para ver si descubren en él las manchas que pueda tener. En realidad no han logrado salir de la órbita del sistema que critican. No han logrado descubrir nuevas estrellas; continúan señalando supuestas manchas en el sol y admitiendo, por tanto, que tales manchas constituyen su luz primordial y el centro de su sistema solar. Página 218

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