Porque soy catolico
H III En defensa de la complejidad e empezado afirmando el poder de la Iglesia para rejuvenecer repentinamente cuando todos esperan que siga envejeciendo, y también he señalado que tal poder en un credo religioso, para cumplirse su constante recurrencia, ha de satisfacer dos condiciones: primero, que sea realmente verdadero, y segundo, que ese poder que lo anima sea más que mortal. En última instancia son éstas las razones por las que se produce el retorno de aquella revolución, exactamente como sucede con las revoluciones de una rueda. Por otra parte, entre las causas secundarias y superficiales de ese proceso de rejuvenecimiento, me parece especialmente digno de mención un factor que siempre han deplorado los reformistas religiosos: me refiero a la complejidad del culto. En cierto sentido, es verdad que la fe católica es la más sencilla de todas las religiones, pero asimismo lo es que representa su manifestación más compleja. Lo que pretendo destacar aquí es que, contrariamente a muchas de nuestras modernas ideas, su triunfo sobre la mentalidad de los modernos es función de su complejidad y no de su simplicidad, y que su reciente resurgimiento en buena medida es debido precisamente al hecho de tratarse del único credo que todavía no siente vergüenza de su propia complejidad. Durante los últimos siglos hemos asistido a la aparición de un puñado de religiones extremadamente simples; de hecho, cada nueva religión ha procurado ser más simple que la anterior. La prueba evidente de que ello es así reside no tanto en el hecho de que todas esas religiones, en última instancia, se hayan mostrado estériles, cuanto en que tardaran tan poco en caducar. Una vez constatada su existencia, quedaba poco más que decir. El ateísmo, pienso, es el supremo ejemplo de una fe simple. El hombre afirma que Dios no existe, pero si lo dice de todo corazón, es un tipo de hombre que las Escrituras ya contemplaban. Sea como sea, el caso es que una vez ha afirmado tal cosa, ya está: a esos hombres no les queda gran cosa que añadir, es casi siempre imposible que sigan avanzando argumentos. La verdad es que la exaltación que rodea al ateo poco tiene que ver con el ateísmo, ya que no es más que una atmósfera de teísmo irritable y agitado, una atmósfera de desafío, no de negación. La irreverencia es un parásito muy servil de la reverencia, y suele perecer con su huésped. Tanto jaleo a cuenta de la blasfemia y sus efectos meramente estéticos, para que después todo se desvanezca en su propio vacío. Si Dios no existiera, no existirían los ateos. Es fácil advertirlo en los negacionistas del siglo XIX , porque ese tipo de ateísmo era una consecuencia de las viejas herejías, ya muertas por entonces. Pero se es menos consciente de que el mismo vacío está en todas las modernas formas de teísmo, tan negativo como el ateísmo. Repetir con los optimistas que Dios es bueno y Página 24
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