Porque soy catolico
la presión que ejercen los reyes y los príncipes; hagámosle jurar respeto hacia los hombres como hombres que son». No son pocos, y en breve aún serán muchos más, los que serían capaces de proponer una institución internacional de cosecha propia; y también habrá muchos otros que, en su inocencia, creerían que nunca se había intentado antes. Es cierto que un gran número de reformadores sociales se encogerían ante la idea de la existencia de una institución de carácter individual. Pero ese prejuicio se está debilitando ante el desgaste natural de la experiencia de la política real. Podemos estar encariñados, como de hecho lo estamos muchos, con el ideal democrático; pero también nos hemos dado cuenta de que esa democracia directa, la única democracia que satisface de hecho a un verdadero demócrata, es algo aplicable sólo a ciertas cosas; y ésta no es una de ellas. La verdadera voz de una civilización de amplia extensión internacional, o de una religión ampliamente difundida, no se hará eco de las verdaderas voces o gritos de todos los millones de fieles. La gente no sería la heredera del trono del Papa destronado; lo sería algún sínodo o algún tribunal de obispos. No existe una alternativa entre la monarquía y la oligarquía. Y siendo yo un idealista demócrata, no vacilo al elegir entre las dos últimas clases de privilegio. Un monarca es un hombre; pero una oligarquía no lo es; la oligarquía es un pequeño grupo de hombres de considerable insolencia y sobrada irresponsabilidad. Un hombre en la posición del Papa, a menos que esté literalmente loco, debe ser responsable. Pero los aristócratas siempre pueden echarle la culpa al otro y aun así crear una corporación de la que mantienen apartado al resto del mundo. Ésas son las conclusiones a las que ha llegado mucha gente; y muchos se quedarían atónitos y horrorizados al comprobar a dónde nos han llevado tales conclusiones. Pero la cuestión aquí radica en que si nuestra civilización no redescubriera la necesidad del Papado es muy posible que antes o después tratara de crear la necesidad de contar con algo parecido; incluso haciéndolo por su propia cuenta. Sería, desde luego, una situación irónica. El mundo moderno tendría que crear un nuevo anti-Papa, aunque, al igual que en el romance de monseñor Benso n [137] , el anti-Papa tuviera el carácter de un Anticristo. Es un hecho que el hombre tratará de establecer alguna clase de poder moral que se mantenga fuera del alcance de los poderes materiales. Ésta es la debilidad que han mostrado muchos intentos dignos y bienintencionados de la justicia internacional, en los que el consejo internacional apenas puede ayudar, convirtiéndose en un mero microcosmos o modelo fuera del mundo real. Imagino que en los futuros intercambios internacionales alguna potencia, por ejemplo Suecia, pueda parecer desproporcionada o problemática en sus acciones. Si Suecia es poderosa en Europa, será poderosa en el Consejo de Europa. Si Suecia es excesivamente poderosa en Europa, también lo será en el Consejo de Europa. No veo cómo puede escapar Europa de este dilema, excepto encontrando una vez más una autoridad moral que se convierta en la reconocida guardiana de la moralidad. Es razonable afirmar que los Página 259
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