Porque soy catolico

H XXXV El espíritu de la Navidad e aceptado escribir sobre el espíritu de la Navidad de una forma un tanto precipitada, lo cual presenta una dificultad preliminar sobre la que debo ser completamente sincero. Hoy en día resulta muy curiosa la forma en que la gente habla sobre el «espíritu» de una cosa. Está, por ejemplo, esa clase de mojigato que siempre está dándonos conferencias sobre el verdadero espíritu del cristianismo, al margen de todos los nombres y formas conocidas. Hasta donde yo logro distinguir, lo que él trata de decir es exactamente lo opuesto a lo que dice. Pretende decir que vamos a continuar utilizando los términos «cristiano» y «cristianismo» y otros para algo cuyo espíritu no es cristiano; algo que no es más que una especie de combinación del optimismo carente de fundamento de un ateo americano con el pacifismo de un hinduismo amable. De igual forma, leemos mucho sobre el espíritu de la Navidad en los periódicos y en la publicidad; pero en realidad es la cara opuesta de la misma cosa. Hasta donde es posible preservar lo esencial de lo que es externo, se preserva bastante lo externo allí donde no puede ser esencial. Es como tomar dos sustancias, como el acebo y el muérdago y esparcirlas por todos los hoteles o por las columnas dóricas de esos clubes impersonales llenos de viejos aburridos y cínicos; o en cualquier otro lugar donde sea poco probable encontrar el verdadero espíritu de la Navidad. Pero existe otro aspecto en el que la compleja publicidad de nuestros días se come el corazón y se deja la cáscara pintada. Y no es más que ese excesivo y elaborado sistema de dependencia de compraventa, y por tanto de ajetreo y bullicio; y ese abandono de las cosas nuevas que podían haber hecho algo por la vieja concepción de la Navidad. Si algo fuera normal en nuestros días, resultaría una obviedad afirmar que la Navidad ha sido una fiesta familiar. Pero ahora es posible (como he tenido la buena o mala suerte de descubrir), ganarse una reputación gracias a la simple paradoja de continuar afirmando que las obviedades son una realidad. En este caso, la razón, la única razón, era de índole religiosa. Tenía que ver con una familia feliz porque estaba consagrada a la Sagrada Familia. Pero es completamente cierto que muchos vieron el hecho sin sentir el verdadero motivo. Cuando afirmamos que la raíz era religiosa, no pretendemos decir que Sam Weller se concentrara en valores teológicos cuando le decía a Joe El Gord o [140] «pon un poco de Navidad» en algún objeto, probablemente comestible. No pretendemos decir que Joe El Gordo hubiera tenido un trance de contemplación mística como cuando un monje tiene una visión. Ni mucho menos que Bob Cratchi t [141] fuera un defensor del ponche por afirmar que él sólo tenía ojos para el vino cuando adquiría un Página 262

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