Porque soy catolico

en el discurso popular e inconsciente es obvia, ya sea en frases, proverbios, incluso en rimas, muletillas y otras mil cosas. En inglés hay multitud de expresiones, modismos, locuciones, giros y refranes que forman parte de la imaginería popular. ¡Cuántas elaboraciones artísticas, cuántas noches insomnes han de padecer estos refinados escritores para poder eludir la pléyade de sonidos similares y evitar semejante diluvio! Tiene que ser un trabajo intelectual hercúleo la constante búsqueda del sinónimo que corresponda. Me puedo imaginar al señor T. S. Eliot parándose y diciéndose con un delicado carraspeo: «No usaré este término, no voy a emplear este otro». Quisiera pensar que el señor Cuthbert Wright, en un determinado momento de pausa en el bullicio americano, pudo tener el suficiente autocontrol para decirse: «El tiempo y la fluctuación no esperan a nadie». Puedo imaginarme también su delicado acento al hablar de «un cerdo en un receptáculo» o de «unas ratas en el campanario». Quizás sea un poco difícil imaginar a este último crítico devanándose los sesos para evitar una expresión en la que el señor Smith tuviera que dejar algo tan limpio «como los chorros del oro». Por el contrario es bastante fácil imaginar a un artista de esta escuela estilística tan avanzada buscando alguna ingeniosa variante de la antigua gama de colores del negro y del azul. De hecho casi podríamos inventar una nueva especie de colorido, como hizo quien sugirió atribuir a la hierba el color rojo y al cielo el verde, de acuerdo con diferentes escuelas de pintura . [3] También podríamos argüir que los decadentes veían a la gente de color negro y amarillo, los futuristas de negro y naranja, y los neovictorianos de negro y magenta; pero todos retrocedían espantados ante la vulgar aliteración de verlos en negro y azul. Tampoco resulta irrelevante la referencia a estos estilos tan nuevos y variados. Me parece que algunos de los métodos modernos más extravagantes son incapaces de permitir cualquier tipo de crítica, ya sea sobre su estilo o sobre el mío. Pongamos, por ejemplo, el caso del mismo señor T. S. Eliot. Recientemente tuve ocasión de leer uno de sus poemas, tan justa y merecidamente alabados, que en cierta medida parecía ser un poema de un profundo «desencanto y melancolía». Recuerdo muy bien un determinado pasaje que se presta al comentario: «El olor del filete al pasar » [4] . Dicha cita es más que suficiente para indicar la dificultad a la que me refiero; ya que, después de todo, incluso este estilo tan clásico y serio es una pura cuestión de gusto, y no constituye materia suficiente para levantar pasiones tan encendidas. Si yo dijera que el estilo de ese verso me saca de mis casillas o se me hace insoportable, sin duda estaría exagerando su efecto emocional. No me gustaría que todo el poema estuviera escrito de ese modo; tampoco me gustaría que abundaran los pasajes impregnados de olor a filete, pero no puedo pensar que todos estos temas de estilo resulten tan importantes como imaginan esos estilistas tan puros. Hemos de saber controlar nuestras reacciones, como en aquel verso que empezaba con «La moderación del autor», de la Bab Balla d [5] , sobre Pasha Bailey Ben, otro gran poema escrito en un tono de melancólica desilusión. Página 269

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA0OTIx