Porque soy catolico
la aliteración! Su ejemplo, en este mismo caso, justificaría por sí solo la primera parte de mi exposición; y me atrevería a decir que casi llegaría a justificar la segunda. Johnson detestaba los juegos de palabras porque era un inglés con un alto sentido de su idioma, y no uno de esos tímidos mojigatos que suelen tenerlos en mente para soltarlos como quien no quiere la cosa cuando llega la ocasión. Y si queremos recurrir a las autoridades, no nos costará trabajo encontrar a celebridades aficionadas a usar juegos de palabras. Y también me encuentro aquí con algo que resulta más importante para mis propósitos. No solamente sería tarea fácil citar los juegos de palabras de los poetas, sino citar también los malos retruécanos que hicieron poetas muy buenos. Pero lo que quiero preguntar tiene más calado y es más esencial que la mezcla de esnobismo y legalismo que encierra toda cita de las autoridades. Quiero reseñar que existe una actitud mental que es defendible; o, más bien, dos actitudes mentales que lo son. Se trata de una cuestión de estilo, si bien hay aquí dos estilos diferentes porque también hay dos motivos distintos para usarlos. Si se trata de que uno critique al otro no quiero replicar a la crítica, sino más bien proclamar la libertad que asiste a ambos. En síntesis, no se trata de criticar el juego de palabras, sino que más bien deberíamos preguntarnos qué ha de hacer quien se topa con un juego de palabras. ¿Debe destruirlo, pasar por su lado, renegar de tan despreciable compañía, como harían nuestros elegantes estilistas? Doy por hecho que nuestro autor no ha salido a la caza de juegos de palabras ni monstruosidades similares, sino que va caminando por la calle en alguna honorable ocupación que le es propia, cuando lo asalta la bestia. Y si el grotesco animal realmente sale a su encuentro, si se le atraviesa en el camino, lo más natural es que lo acompañe durante su paseo. Al menos, es natural para un determinado tipo de persona con un determinado tipo de ocupación: la persona y la ocupación que me propongo defender aquí. Se trata de un caso de relación con los juegos de palabras totalmente distinto al de los que construyen esos fuegos artificiales a modo de «arte por el arte», aunque hay que reconocer que muchos hombres geniales, como, por ejemplo, Hood [9] , se ocuparon hasta de esta nimiedad. Pero no estoy hablando de esto. Cuando estudiaba en St. Paul’s, un maestro recibió un homenaje porque abandonaba la esc uela para trasladarse al Peterhouse. [10] Para semejante ocasión, el decano, con mucha solemnidad, hizo el primer y último chiste de su vida, observando con voz profunda: «Estamos desvistiendo a un s anto para vestir a otro». Un antiguo condiscípulo mío, ahora periodista y ya por aquella época, a pesar de su corta edad, cínico, sentenció que el mayor de los profesores debió dirigir la trayectoria del más joven para hacerlo profesor precisamente de esa escuela con el único fin de llegar al momento de triunfo supremo, el instante en que pudo soltar su único juego de palabras. Pero no es por este tipo de triunfo sublime por lo que estoy defendiendo los juegos de palabras. No me refiero al hombre cuyo propósito en la Página 271
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