Porque soy catolico

naturaleza. A menudo tratan a los fósiles y vestigios similares como si fueran jeroglíficos sagrados en los cuales una casta sacerdotal hubiera ocultado el secreto del universo. Pese a ello, es más que dudoso que cualquiera de los eclesiásticos de la llamada Broad Church se sintiera apaciguado y halagado si yo lo llamara «viejo fósil». Yo jamás me permitiría, en realidad, esta forma juguetona de trato social; porque son verdades, enteras o a medias, que no pueden pronunciarse sin crear malentendidos sobre su auténtico significado. Estos teólogos liberales están interesados, en cierto sentido, en los fósiles. Siguen deduciendo la teoría darwiniana a partir de los registros geológicos. Lo hacen por medio de todos los fósiles que puedan encontrarse. Llegan hasta a explicar luminosamente por qué la evidencia geológica es, en apariencia, inexistente, y parecen creer que esto es tan convincente como si la hubiera. Pero dudo que hayan dedicado un solo pensamiento a los fósiles. Si lo hubieran hecho, no existiría ningún peligro de que les doliera una comparación tan inocente e inofensiva. Porque el fósil es una cosa muy curiosa. No es un animal muerto, ni un organismo en descomposición, ni siquiera un objeto antiguo. La característica esencial del fósil es que se trata de la forma de un animal u organismo que ha perdido toda su sustancia orgánica o animal, conservando su apariencia, que ha sido rellenada por una sustancia totalmente diferente a través de un proceso de destilación o secreción. Podríamos decir, como los metafísicos medievales, que la sustancia ha desaparecido y sólo permanecen sus accidentes. Y ésta es, quizás, la metáfora que mejor puede describir la verdad acerca de las nuevas religiones, que aparecieron hace sólo trescientos o cuatrocientos años. Son fósiles. Es fácil comprobar que hoy están agonizantes. Incluso puede decirse, en un sentido mucho más profundo, que hace ya mucho tiempo que han muerto. Lo más extraordinario es que murieron casi al nacer. Y, aunque esto es algo que normalmente no se dice, la increíble torpeza de los reformadores —¡los verdaderos teólogos protestantes eran tan malos teólogos!— siempre me ha parecido la característica más destacada de este misterioso negocio. Tuvieron una oportunidad extraordinaria. La vieja Iglesia había sido barrida, apartada de su camino, junto con muchas otras cosas que eran impopulares, algunas merecidamente. Podría suponerse que habría sido muy fácil establecer algo que, al menos en apariencia, resultara más popular. Pero al intentar hacerlo cometieron todos los errores posibles. Libraron una guerra insana contra todo lo que la vieja religión tenía de normal y benevolente para la naturaleza humana, como las oraciones por los difuntos o la graciosa imagen de una Madre de los Hombres. Fueron duros e intolerantes con algunas tendencias que cualquiera podía ver que sólo eran modas pasajeras. Lutero se dejó llevar por una especie de furia general que no podía durar; Calvino tenía una mente lógica, pero la usó para elaborar un proyecto que, inevitablemente, la humanidad no pudo soportar durante mucho tiempo. Quizás los mejores reformadores fueron aquellos que no tenían ninguna idea que ofrecer, como los fundadores de la Iglesia anglicana. Al menos ellos Página 281

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