Porque soy catolico
Tal es la otra cara del debate entre las dos visiones de la historia y la filosofía. Si fuera cierto que al abandonar el templo salimos a un mundo de verdades, la pregunta tendría su respuesta, pero esa respuesta no es cierta. Al dejar el templo, nos introducimos en un mundo de ídolos; y los ídolos del mercado son mucho más perecederos y pasajeros que los dioses del templo que hemos abandonado. Si queremos examinar racionalmente el racionalismo, debemos seguir la carrera del escéptico y preguntarnos durante cuánto tiempo permaneció incrédulo frente a los ídolos o ideales del mundo hacia el que se encaminó. Hay muy pocos escépticos en la historia que no hayan sido devorados por alguna pomposa convención o alguna agresiva impostura de su época, de manera que todas sus expresiones sobre los asuntos contemporáneos nos parecen ahora patéticamente pasadas de moda. El pequeño grupo de ateos que todavía publica su periódico en Fleet Street y frecuentemente me honra con denuncias tan cordiales como apresuradas, comenzó su agitación en la vieja época victoriana y eligió un título terriblemente adecuado: se llamaron a sí mismos secularistas. No se denominaron ateos, sino secularistas. Jamás una bravata se convirtió en una confesión más amarga y destructiva. Porque la palabra secular no quiere decir algo tan sensato como mundano, ni siquiera algo tan enérgico como irreligioso. Ser secular es pertenecer al siglo, es decir, a la época que está pasando; tiempo que, de hecho, como el de ellos, ya ha pasado. Sólo hay una traducción correcta de la palabra latina que ellos eligieron como lema. Hay un equivalente adecuado para la palabra secular: anticuado. En los presentes escritos he considerado los efectos de este continuo proceso de envejecimiento y cambio y he comentado cómo ha afectado al mundo, incluso después de que yo mismo dejara de buscar en esos cambios una guía esencial. He observado que esos cambios, que continúan ocurriendo, señalan cada vez más la Verdad de la filosofía perenne que se mantiene lejos de ellos. Desde luego, podría hacer una larga lista de cambios que apuntan a la verdad. Puedo señalar, por ejemplo, el colapso del prohibicionismo, no en su sentido estrecho de prohibición, sino en el sentido amplio de prohibicionismo; porque lo que falló en el caso norteamericano no fue simplemente un experimento con cierto compuesto químico que ellos decidieron llamar alcohol. Lo que fracasó fue toda una actitud hacia los complejos usos y abusos de las cosas humanas. El mayor y más sobresaliente principio del mundo materialista moderno ha sido la prohibición, incluso la prohibición en abstracto. Cada vez que vislumbramos que un elemento social era peligroso o dudoso, que debía ser vigilado y en ocasiones restringido, esa entidad que es llamada «mente moderna» siempre gritó en alta voz y con acento de trueno que el elemento debía ser prohibido. El prohibicionista declara que no debe existir el vino; el pacifista que no debe haber guerras; el comunista que no debe existir la propiedad; el secularista que no debe existir culto religioso. El fracaso de la prohibición en el único país en el que era un ideal popular, en la medida en que algo tan inhumano pueda ser popular, supuso el fin de la concepción Página 301
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