Porque soy catolico

pioneros, habría supuesto, ni más ni menos, que le brindase a mi única verdad la oportunidad de convertirse en una falsedad. Hubiese bastado con dejarla plasmada en un sistema filosófico para que al instante se viera que la mía era una filosofía demediada. He expuesto aquí mi propio caso sólo porque es el que conozco mejor, pero pienso que puede contener una útil moraleja para tantas personas temerosas de que la religión católica pueda destruir sus propias ideas, al mostrarse capaz de digerirlas. Cuando leí por primera vez El Penny Catecism o [11] , me detuve en una frase que parecía resumir y definir exactamente, aunque en un contexto y un plano más elevados, lo que había estado tratando de comprender y manifestar en mis muchos enfrentamientos con las sectas y escuelas de mi juventud. Aquella frase decía que los dos pecados contra la esperanza son la presunción y la desesperación. Se trataba, desde luego, de la más alta esperanza y, por consiguiente, de la más profunda desesperación, pero nadie ignora que estos radiantes misterios proyectan sus sombras en nuestro mundo inferior. Y lo que es cierto de la más mística esperanza lo es también, y con exactitud, de la más ordinaria alegría y el más ordinario valor humano. Todas las herejías dirigidas en mi época contra la felicidad del hombre han consistido en variaciones de la presunción o la desesperación, lo que, en los debates de la moderna cultura, se ha dado en llamar el optimismo y el pesimismo. Si tuviera que escribir mi autobiografía en una sola frase (y aspiro a no tener nunca que escribirla en más espacio), diría que mi vida literaria transcurrió entre una época en que los hombres habían empezado a abandonar la felicidad por desesperación y otra en que corren el riesgo de perderla por presunción. Comencé a pensar por mi cuenta cuando se daba por sentado que todas las ideas conducían a la desesperación o a lo que a la sazón se denominaba pesimismo. Como los otros individuos que he mencionado, yo era sólo un reaccionario, ya que mis ideas eran meramente una reacción; eso sí, una reacción que en aquellos tiempos me habría gustado considerar optimista. Ruego la indulgencia del lector, pues me propongo explicarle cómo acabé dándole un nombre más inteligente. Página 31

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