Porque soy catolico
contra de su destrucción. Pero con la palabra civilización evocamos la curiosa cualidad de esta particular reacción. No es, como yo hubiera querido, una revuelta de la gente sencilla y anticuada contra la ola de sofisticación. Es en realidad una revuelta de los sofisticados. Es, en todo caso, una sublevación de los muy civilizados, quizás de los civilizados en exceso. Pero aunque sean demasiado civilizados, todavía son muy inteligentes. Y por eso están echando a patadas, calle abajo, al «brillante joven». Veamos un caso particular, que es casi una parábola. Algún tiempo atrás, todos los buenos críticos ingleses y los conservadores en general manifestaban un fermento de furia y un intenso deseo de burla contra las impúdicas innovaciones de los Sitwel l [48] , es decir, contra los tres poetas de esa familia. Eran una prueba de que ser moderno equivalía a volverse loco. Eran los últimos y los más estruendosos de los que destruían la rima y la razón. No voy a discutir sus méritos aquí. Cuando la señorita Sitwell tildó a la aurora de «crujiente», hubo discusiones sobre el significado de este adjetivo. Sus enemigos dijeron que era un flagrante sinsentido, como lo sería presentar al sol bostezando o a la hierba sonándose la nariz. Sus amigos dijeron que era un modo audaz y novedoso de sugerir que hay algo de severo e inquietante en la fría luz de la mañana. Pero todos estuvieron de acuerdo en que era el último y más reciente experimento, tanto en el ámbito de la libertad como en el de la locura. Los Sitwell fueron acusados de tocar su propio bombo o hacer sonar su propia trompeta, pero nadie discutía que sus bombos y sus trompetas eran los más modernos instrumentos y tenían la más extraña forma, ni que usaban los más modernos métodos para gritar a favor de lo que querían. En realidad, ¿qué es lo que querían? Lo que pretendían los Sitwell era el victorianismo. Otros desearon de forma muy intensa, casi infinita, y demandaron incesantemente una reacción a los hábitos, los modales y hasta la moral victorianos. Tanto como Shelley anhelaba viento fuerte y la aurora de la república puramente pagana, tan firmemente como Walt Whitman ansiaba un aliento democrático y una suerte de hermandad corporal entre hombres viviendo al aire libre, de la misma manera los Sitwell deseaban los parterres, los invernaderos victorianos, las colchas de retazos victorianas y sus curiosidades de vitrina, y un grado similar la etiqueta, la modestia y la dignidad victorianas. Tal aspiración puede responder a una moda, pero también es un hecho; un hecho que muestra vívidamente la verdadera rebelión contra las más recientes tendencias morales o inmorales. La revolución victoriana no es una revolución de victorianos. Es una revolución de postvictorianos, o mejor dicho de post-post-victorianos. Quieren remontarse atrás tanto como los prerrafaelistas deseaban volver a la Edad Media. En ambos casos la causa es la misma: ¡los tiempos modernos se han vuelto insoportablemente estúpidos para las personas inteligentes! Pero hay un caso reciente mucho más agudo: la revuelta contra la modernidad que se ha producido entre los modernos. Para entenderlo debemos intentar presentar una visión más general de la singular situación del mundo contemporáneo. Página 311
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