Porque soy catolico
H VII Matando los sentidos oy en día es algo generalmente aceptado, con gran alegría y buen humor, que una de las principales características de la paz que disfrutamos es el asesinato de un considerable número de seres humanos inofensivos. No somos salvajes, despiadados y combativos, como los latinos, pero en cierta medida, casi estamos totalmente reconciliados con la idea de matar, al menos mientras tengamos la seguridad general de que se mata sin sentido, propósito ni fruto. Si una anciana es atropellada en la tranquila calle del pueblo donde jugaba de niña; si un chico del arroyo no es lo suficientemente rápido como para salir de él y sufre en consecuencia la pena de muerte por su negligencia, todos estamos de acuerdo en que se trata de hechos muy lamentables. Pero eso no impide que algunos se centren exclusivamente en los horrores de la guerra, porque nadie confundiría a una anciana cruzando una calle con un romance antiguo que trate sobre la aventura y el valor; y el chico no se ha aventurado a salir al camino —gracias a Dios— bajo la ilusión de que se está sacrificando por su patria. Si la muerte golpea imprevistamente al que no espera morir, y no está engañado por ninguna tontería sobre ser fiel hasta la muerte… Oh, muerte, ¿dónde está tu aguijón? Si un pilluelo es enterrado en una fosa común, limpia de esperanzas, sueños de guerra, revolución o cualquier visión de una justicia victoriosa… Oh, tumba, ¿dónde está tu victoria? Es evidente que la muerte es totalmente distinta cuando es producto de un entorno tan pacífico como el nuestro. La moderna versión del lema Matar, no asesinar viene a decir que sólo el militarismo incurre en asesinato, y no existe nada malo en matar cuando la muerte no es de origen militar. Pero yo he usado el verbo matar en un sentido más ligero, mucho más todavía que el del progresista que habla de la muerte en las calles. Porque hay otras cosas, menos vívidas y sagradas, que se matan en las calles, si usamos la palabra matar en un sentido puramente metafórico. Así, decimos que un color mata a otro. Como un ejemplo entre muchos, observemos que vivimos en un esquema de vida social en el que los colores se matan entre sí. Es decir, vivimos en un mundo que nos ofrece una constante y enorme exhibición de esa vitalidad simbolizada por el color, pero que ahora carece de la concertada unidad de norma o tradición que se simboliza en la armonía del color. Los letreros luminosos de una gran ciudad como Londres, que hoy en día son totalmente indistinguibles de los de Nueva York, exhiben exactamente esa contradicción entre el color y el diseño. El diseño, incluso aunque tengamos en cuenta su propósito, es incoherente, impersonal y además vulgar, esencialmente venal. El color sería la mejor y más bella experiencia ofrecida a los sentidos del Página 323
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