Porque soy catolico

hombre, si el hombre estuviera en posición de apreciarla a fondo. El efecto psicológico producido por la iluminación comercial colocada al azar es a las verdaderas posibilidades del color lo que el sopor de la borrachera al divino don que proporciona el vino. O tal vez debería ser comparado con el hábito, que aparece con tanta facilidad en los países prohibicionistas o semi prohibicionistas, de tratar de obtener lo mejor del don celestial del vino ingiriendo antes excesivas cantidades de whisky y cerveza, o posiblemente comenzando todo el banquete con licores y terminándolo con cócteles. En síntesis, los prohibicionistas se emborrachan porque nunca se les ha enseñado a beber, y los anuncios luminosos desperdician su potencial artístico, cuando lo poseen, porque a sus autores nadie les ha enseñado a colorear, ni siquiera a disfrutar del color. Están matando los colores porque los están haciendo trabajar hasta la muerte. Están matando los sentidos, a fuerza de sobrees-timularlos, y en consecuencia, los atontan y atrofian cada vez más. Cuando era niño, tenía un teatro de juguete iluminado por velas —merced a lo cual, el psicoanalista quizás pueda reconstruir mi consiguiente caída en el abismo de las criptas y los claustros eclesiásticos— y estaba muy contento con este tipo de iluminación. Las velas semejaban, para mi bárbara mente, una selva de árboles encantados, con llamas a modo de flores. Había también delicias más ricas y más raras, suficientemente raras para quienes no éramos suficientemente ricos. Era posible comprar una especie de pólvora roja que, una vez encendida, se quemaba con una brillante luz roja. El fuego era maravilloso: ¿se imaginan fuego rojo? Claro que yo era un simple y tonto niño victoriano de entre cinco y siete años y sólo recurría al fuego rojo en las raras oportunidades en que era realmente apropiado. Viviendo bajo semejantes limitaciones, mi cerebro inmaduro percibía que había momentos más adecuados que otros: por ejemplo, se podía encender para un trasgo saliendo por una puerta trampa de la caverna del Rey de las Minas de Cobre, o durante la conflagración final que estallaba en un halo violeta alrededor del oscuro molino y el castillo del execrable Molinero Loco. Nunca hubiera usado el fuego rojo en una escena en la que el pastor —sin duda un príncipe disfrazado— tocaba el caramillo a sus corderos en los pálidos prados verdes de la primavera; ni en una escena en la que cristalinas y vaporosas telas verdes y azules ondeaban como olas alrededor de las frías algas y los peces que nadaban a la entrada del fondo del mar. Se necesita la ciencia, el progreso, la educación práctica y el conocimiento del mundo para cometer semejantes dislates. Por lo tanto, ese fuego rojo de mi cuarto infantil todavía brilla en mi memoria como una imaginativa revelación interior. Lo hace a pesar de los años, a pesar del tiempo, a pesar de que transito por las calles del Londres moderno. En las calles del Londres de hoy en día, en lo que el señor Cuthbert Baine s [53] ha llamado tan expresivamente «la calle alumbrada por focos y sangre», el precioso efecto del fuego rojo está totalmente desperdiciado por la pérdida de su rareza y su virtud. El chico que se ha acostumbrado a todas esas letras de color rojo sangre, probablemente nunca recreará Página 324

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