Porque soy catolico
cosecha. En tal caso, casi seguramente será recibido por los periodistas como el portador de un «mensaje», y en todo caso, es probable que durante algún tiempo esté de moda; eso sí, más incierto es que su idea vaya a experimentar cambio alguno. No habrá árbitro capaz de decirle si venció a Shaw o Shaw lo venció a él; no quedará rastro de sus efímeros, aunque posiblemente excelentes, comentarios de Bergson y Maeterlinck; su propio libro, como el de cualquier otro, dejará un día de circular. Pero aunque haya hecho lo mejor que razonablemente cabía esperar, no le quedará claro si consiguió hacer algo por el mundo, sobre todo porque el mundo apenas tolera lo que no sea una moda o un olvido. Sin embargo, aún le acecha un peligro más grande. Incluso si logra que su verdad funde una tradición, ésta acabará cuajando en rígida herejía. Como no puede ser de otro modo, tratándose de una verdad incompleta, y aun si hubiese sido decretada incontrovertible en vida de su autor, una vez fosilizada habrá dejado de ser verdadera. A veces basta con un par de retoques añadidos por seguidores fanáticos para convertirla en la más extravagante y horrible falsedad. Para ilustrar este extremo me he atrevido a poner como ejemplo, aun a riesgo de parecer egocéntrico, la motivación intelectual que, en mi caso, resultó ser el más poderoso impulso. La crítica literaria es en buena medida una sarta de etiquetas. Cuando yo empezaba a emborronar cuartillas, en algún momento alguien me tachó de optimista. Pero este término se entendía según el espíritu de la época; valga decir que al llamarme optimista, lo único que quería decir es que no era pesimista. Sin duda pensaba que cualquiera con pretensiones intelectuales debía ser un pesimista. Y es que mi juventud coincidió con el triunfo de Schopenhauer y los poderes sombríos, y el mundo intelectual y artístico en general cargaba con el fardo de la desesperación. La más alegre aspiración consistía en declararse decadente y reclamar el derecho a descomponerse. Los decadentes decían, en sustancia, que todo era malvado salvo la belleza. Algunos incluso parecían estar diciendo que todo era malvado salvo el mal. Ahora bien, mi primera reacción espontánea consistió en decir que descomponerse era efectivamente una pura podredumbre, pero aproveché para ir formándome al respecto una especie de filosofía rudimentaria, basada en el principio primordial de que, con todo, el solo hecho de existir es un privilegio invaluable y maravilloso. Aquello era ni más ni menos que lo que ahora expresaría diciendo que hemos de alabar al Señor por habernos creado de la nada, pero entonces lo vertí en un librillo de poemas, hoy felizmente inencontrable, en el que describía (por ejemplo) a un bebé nonato que prometía ser bueno con tal de que le dejaran sencillamente ser lo que fuera, o en el que preguntaba qué terribles transmigraciones o martirios había tenido que padecer antes de mi nacimiento para ser considerado digno de contemplar una planta de diente de león. En suma, pensaba entonces, como sigo pensando hoy, que el solo hecho de existir por un breve instante y poder ver la blanca luz del día proyectada en un muro gris, debiera bastar para refutar el pesimismo de aquella época. Pero mi actitud nació esencialmente de mi rebeldía contra aquella atmósfera Página 33
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