Porque soy catolico
de pesimismo, y como buen rebelde, era reaccionario; es decir, que en lo esencial me limitaba a reaccionar contra algo. Ahora estoy convencido de que esta idea, digamos, hubiese podido destacar entre las otras ideas del momento, lo que en el fondo no significa gran cosa. Quiero decir que se hubiese podido hacer algo, tratándola como tema literario, partiendo de la idea de un nuevo optimismo capaz de basarse, no en todo lo existente, sino más bien en cualquier cosa. Pero imaginemos que hubiese sucedido, que se hubiese predicado ese nuevo optimismo y que hubiese sido adoptado como nueva moda intelectual o sentimental. ¡A qué sarta de espantosas y abominables sandeces no habría dado lugar tras haber pasado de moda! Nunca pretendí que fuera recibida como la maravilla del noveno día, sino más bien, por así decirlo, como la del séptimo: el reconocimiento, cada día de la semana, de la maravilla de la creación nacida de los primeros siete días. Pero mucho antes de alcanzar el noveno día, aun antes de llegar al séptimo, no habría faltado quien descubriera en ella una prometedora propensión a lo perverso y a la locura. La verdad sea dicha, el abanico de posibilidades ofrecido a tan inocente idea es propiamente espantoso. Es una idea, en realidad, que fácilmente podía convertirse en herramienta de destrucción de todo lo que tengo en más estima. Si otra pasión intelectual he cultivado, paralela a la repugnancia que me inspira el pesimismo de moda, ésa ha sido mi aversión hacia la plutocracia, también tan de moda. Así como a la sazón sólo pude expresar mi primera pasión diciendo que era optimista, sólo fui capaz de manifestar la otra declarándome socialista. Pero la verdad es que aquella fantasiosa idea que se plasmaba en mi filosofía del asombro y la gratitud podía igualmente servir no sólo para hacer añicos cualquier forma de socialismo, sino incluso la más tímida aspiración a la reforma social. El optimismo del asombro fácilmente podía convertirse en el arma de todas las tiranías, usuras y violentas corrupciones que jamás hayan oprimido a los pobres: bastaba para ello con que el tirano de turno decretara que la gente debía estarle agradecida por el solo hecho de no haberle quitado la vida. O que dijera que el hombre despojado de sus derechos políticos y legales podía dar las gracias porque se le dejara admirar una planta de diente de león. O que el hombre injustamente encarcelado había de darse por satisfecho con la posibilidad de ver un rayo de luz iluminar los muros de su celda. Me ceñiré a estos modestos ejemplos, consciente de lo que acaba sucediendo con las verdades incompletas cuando consiguen imponerse como herejías. Habrá millares de casos parecidos con parecidas teorías, supongo, pero en todos ellos la moral que puede extraerse es que la verdad incompleta ha de relacionarse con la verdad íntegra. ¿Y en quién recaerá la tarea de relacionarlas? La razón por la que a Herodes el tirano no hay que dejarlo que asesine bebés no es que éstos se habrían alegrado, antes de nacer, de poder disfrutar de unos pocos meses de vida. Ningún hombre ha de ser esclavizado sobre la base de que incluso un esclavo puede gozar de la contemplación de una planta de diente de león. A ningún hombre habría que encarcelarlo Página 34
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