Porque soy catolico
C XVI El catedrático y el caballero hristopher Hollis ha escrito un excelente libro sobre John Dryden. Es un libro excelente e instructivo, pero no tan divertido como algunas de las críticas que ha recibido. En este momento me interesa fundamentalmente en lo que concierne a la postura general de los críticos de formación académica, que han sustentado por tan largo tiempo la teoría histórica que a menudo se denomina «parlamentarismo», pero que es en realidad plutocracia. Es de alguna importancia para el movimiento distributista, porque fue la defensa oficial de aquella política lo que hizo posible que fuese esquilmado el pueblo. Hay algunas cosas interesantes que señalar sobre la posición actual de esos críticos oficiales. Para empezar, su tono, que tiene una curiosa diferencia con el que se usaba en mi juventud, cuando los historiadores eran tan simples como Macaulay; o casi podría decir cuando los eruditos eran tan ignorantes como Macaulay. Porque un hombre puede ser muy instruido y a la vez muy ignorante, y Macaulay alcanzó esta combinación para asombro de los cielos y la tierra. Macaulay despacharía en pocas palabras, o imaginaba que lo podría hacer, a cualquier joven que jugara a ser jacobit a [73] . Era tan impaciente con ellos como con cualquier excéntrico, y la suya era una impaciencia honesta, tenía una especie de inocencia. Pero los críticos de su bando han perdido hoy en día la inocencia. Saben de sobra que han sido derrotados batalla tras batalla por los grandes hechos, y ponen un llamativo cuidado en abordar solamente los hechos pequeños. Cualquiera que dijese hace treinta años que Carlos no era un tirano destronado por una indignada democracia, hubiera sido tratado como una especie de señor Dic k [74] , con el rasgo de debilidad de sollozar sobre la cabeza del rey Carlos. El crítico de hoy en día no se atreve a aparecer como el verdugo (aunque, como el verdugo, puede usar una máscara para no ser reconocido); ni tiene el temple de sacudir la cabeza del rey Carlos delante del pueblo y gritar sin miedo: «¡Contemplad la cabeza de un traidor!». Por lo tanto, se centra de un modo mucho más fastidioso y personal que nunca sobre la antigua, profunda, apremiante y decisiva pregunta: ¿desde cuál de las vidrieras de Withehall salió Carlos I para que le cortaran la cabeza? Y ésa, como observó Disraeli muy certeramente, es una de las dos o tres infalibles maneras de convertirse en un plomo. El nuevo profesor de la vieja historia es más bien un plomo, y lo que es peor, es un plomo nervioso. No sólo arrastra las palabras, sino que además tartamudea. Y su tono, como dije, ha adquirido un muy particular acento de agria timidez. Leí una crítica del libro del señor Hollis publicada en un semanario altamente erudito y muy reconocido. Y me dejó preguntándome si el crítico que la escribió había leído en Página 350
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