Porque soy catolico
estruendo que ha sido seguido por un asombroso silencio. Casi nada se dice de su increíble conclusión, simplemente porque la parte principal de la acusación contra la reina católica ha sido totalmente destruida. Teniendo en cuenta lo muy importante que era que las Cartas del cofre [75] fueran todas auténticas, es muy divertido encontrar qué poco importante p arec e ahora que, en realidad, la mayoría sean falsificaciones. La guerra fue terrible y despiadada cuando pensaban que la ganarían, y es normal, casual y caballeresca ahora que saben que la están perdiendo. Este interludio intelectual, por lo menos, ya ha pasado; Inglaterra está retornando a su propio pasado, y apenas podría encontrar un mejor estandarte de batalla que el que el propio Macaulay tuvo la magnanimidad de llamar «el alto penacho de Dryden». Tropecé con otra crítica del libro sobre Dryden, que va mucho más allá que esa especie de hostilidad negativa que acabo de criticar, que era, después de todo, sólo la confesión de que la escuela whig y puritana de historia está combatiendo en una acción de retaguardia, ya en plena derrota; consiste, principalmente, en una más bien fútil descarga de fusilería a distancia. En lugar del viejo y rugiente cañoneo de Macaulay, en la práctica sólo «oímos el distante fuego al azar que dispara morosamente el enemigo». Pero esta última crítica implica algo más universal y significativo que lo antes comentado. Representa la sorprendente, engañosa y por momentos apasionante confusión de esa gente que se autodenomina «mente moderna». Digo apasionante, porque cuando un engaño se vuelve tan demencial, alcanza casi el carácter de relato de misterio. Es como si el hombre moderno hubiera sufrido un golpe en la cabeza y nosotros fuéramos detectives que tratan de descubrir al autor de la agresión. ¿Qué pudo pasar para que el educado y, a veces, clásico crítico de este periodo sufriera un severo golpe con un instrumento romo que lo llevara a escribir de semejante manera? El crítico en cuestión usa más o menos estas palabras: «No tenemos razón alguna para dudar de la sinceridad de la conversión de Dryden al catolicismo romano; pero, tratándose de un hombre tan grande como Dryden, ¿tiene eso alguna importancia?». Así es la mente moderna, ésta es la selva primigenia que han rescatado, así son los susurrantes pinos y abetos esenciales. Ésta es la jungla. Éste es el más espeso de todos los matorrales y el más espinoso de todos los zarzales. Como el Hermano Conejo [76] , encuentro difícil descubrir un sendero a través de él, y no veo cómo podríamos tr azar una senda en su seno. Siempre podemos comenzar sirviéndonos del primitivo instrumento llamado razón, y tratar de que penetre algo de luz usando un poco de lógica. En la medida en que entiendo el argumento, deduzco que sólo si John Dryden hubiera nacido retardado, o si hubiera sido un burro y un tonto enteramente insignificante en la vida intelectual y social de su época, hubiera tenido gran importancia saber si era o no sincero, con una sinceridad que interroga su alma, en su aceptación intelectual de toda la filosofía católica. Pero como no era un burro, sino un poeta; como no era un retardado sino un hombre de ingenio, como no era persona sin cerebro sino que tenía Página 352
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