Porque soy catolico
un cerebro poderoso, entonces nos debe resultar indiferente que semejante intelectual pueda aceptar semejante filosofía. Dryden era tan gran pensador que no importa lo que pensaba; buscaba con tanto empeño la verdad que nadie debe interesarse en saber si la encontró. Por tanto, solamente en el caso de un hombre pequeño debemos interesarnos por la gran verdad que pensó descubrir. ¿Cómo, les pregunto, puede haber gente que se enzarce en a un enredo de tales proporciones? ¿Cómo puede ser un hombre un sincero católico y a la vez considerarlo superior a su catolicismo? ¿Cómo puede ser separada su grandeza de algo tan grande como la creencia en la existencia de un orden universal en la vida, la muerte y la eternidad, si realmente era tan grande y tenía esa creencia? Tendría algún sentido decir que Dryden no era sincero; pero está admitida su sinceridad. Tendría algún sentido decir que Dryden era pequeño; pero la crítica está basada precisamente en el reconocimiento de su grandeza. Cuando todo el mundo hablaba de la necesidad de remover los tabúes victorianos, yo me decidí a erradicar el único tabú victoriano que realmente era un tabú sofocante e insensato: el tabú del tema de la religión auténtica y su verdadero e inevitable lugar en la vida cotidiana. Muchas de las cosas que los modernos llaman tabúes victorianos son tan antiguas como los Diez Mandamientos o las máximas de Confucio. Pero este tabú sí es verdaderamente victoriano, o sea que ha surgido recientemente, en un sistema social vulgar, comercial y cobarde. No se trata de la noción de si es justo o equivocado ser musulmán; es la creencia de que no le puede importar serlo, ni siquiera a un musulmán. Lo que es totalmente intolerable es la idea de que todos deben pretender, en bien de la paz y del decoro, que la inspiración moral sólo puede provenir de cosas seculares, como el distributismo, y resulte imposible que provenga de cosas espirituales como el catolicismo. Ésta es la idea fija, pétrea como un fósil, que yace bajo todo el laberinto de convenciones incrustado en la mente del crítico cuyas palabras he citado. No tiene nada que ver con lo que él llamaría ser religioso, o con la imposición de la religión a él o a cualquier otro. Ningún católico piensa que es un buen católico, porque si pensara así, por ese mismo pensamiento se transformaría en un mal católico. Yo, por lo pronto, no me siento tentado de hacerme ninguna ilusión en ese sentido: me temo que muy a menudo, cuando he tenido que madrugar para ir a misa, he dicho con un gruñido Tantum religio potuit suadere malorum [77] , que, debo aclararlo a los musulmanes, no es una cita de la misa. Pero el crítico que nos ocupa no dice, a la grandiosa manera de Lucrecio, «sólo la religión puede persuadir a los hombre de tales males». Dice: «Sólo la religión no puede, en realidad, haber persuadido de nada a nadie». Él pertenecía a un estúpido paréntesis de la historia intelectual, en el cual los hombres no reconocían en la religión una amiga o una enemiga; suponían que un hombre podía ser grande a pesar de ella y hasta sin hacer ninguna referencia a ella. Este interludio intelectual nunca fue demasiado intelectual, y de todas maneras, ya ha pasado. Página 353
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