Porque soy catolico
L XVII El templo y la agorafobia a construcción de una gran catedral en una gran ciudad y, especialmente, en un gran puerto, es decir, en una ciudad que es una puerta abierta al mundo, recuerda ciertas verdades que están curiosamente olvidadas o, todavía más curiosamente, han sido desmentidas o tergiversadas. Antes de empezar a contar los millones de errores y malentendidos que separan a los hombres de la Iglesia católica, debemos tener en cuenta un error enorme y elemental, que tiene que ver con el problema de la escala humana y la posición del hombre en el mundo. Para decirlo en pocas palabras, el hombre que teme entrar en la iglesia se imagina por lo común que lo que siente es una especie de claustrofobia, pero lo que en realidad padece es una especie de agorafobia. Algunos incidentes históricos menores, casi exclusivos de la peculiar manera en la que sobrevivió el catolicismo en Inglaterra, han dejado a muchos ingleses la extraordinaria noción de que esta fe es un asunto de rincones y huecos. Como las monjas imaginarias de imposibles novelas, estos honrados protestantes caminan con el permanente miedo a terminar «enclaustrados». Para ellos la típica actitud católica no es encaminarse hacía algo grande como una iglesia, sino hacia algo tan pequeño como el confesionario. Y en su pesadilla, un confesionario es una especie de trampa para hombres, y hasta en su misma apariencia es una mezcla de jaula y ataúd. Tal idea fantástica se ve reforzada con el uso de la palabra «celdas», que para una comunidad protestante evoca las de las prisiones y no las celdas monásticas. Lo mismo les sugiere la palabra «cripta», en la cual, sin duda, debe haber algo críptico. Éstas y otras etiquetas tradicionales han mantenido en este país la costumbre de hablar como si el peligro de convertirse en católico fuera el de ser enterrado en un oscuro y profundo agujero. Y sin embargo esta tradición era no propiamente una leyenda, sino algo muy parecido al simulacro. Incluso el hombre que decía estas cosas sabía en el fondo de su corazón, o por lo menos tenía una vaga idea de ello en lo más profundo de su mente, que su miedo era el temor a algo más grande que él mismo y sus tradiciones tribales; que realmente estaría, y así lo dijeron ambos bandos, abandonando una iglesia nacional por una internacional. Como dije, no era claustrofobia, no era el miedo a una cripta o una celda; sino que era agorafobia, o el miedo al foro, al mercado, a los espacios abiertos y los colosales edificios públicos. El miedo a la Iglesia también era en parte miedo al mundo para el sectario auténticamente insular e individualista. Puede detectarse en el terror que sentían algunos de los tories ingleses del pasado hacia la cultura cosmopolita de los jesuitas, a quienes consideraban de verdad como una especie de anarquistas universales. Página 354
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