Porque soy catolico
sido destrozado por una turba de patriotas; tenía un palo de golf roto en sus manos, y se diría que se lo habían roto en la cabeza al expulsarlo por traición de un club de golf de moda. Le habían pillado in fraganti, cuando se tomaba el vil trabajo de escapar a Estocolmo para acordar una paz traicionera, y sólo fue frustrado por la gallardía de nuestros marineros británicos. Era el más salvaje rufián del IL P [81] y usaba una corbata roja, que ciertamente le había sido enviada en secreto desde Moscú. Pues bien, tras mostrarse en actitudes reveladoras de bajeza moral y perfidia política, esta persona se desvaneció en la niebla y nunca volvió a ser vista. Era el infame James Ramsay MacDonald, de atroz memoria. Pero he aquí que ha habido un ligero lapso en la memoria. La multitud que aguardaba en la neblina tenía, sin embargo, otras diversiones. Poco hacía que se había tropezado con una bella y ennoblecedora visión; una majestuosa y atractiva presencia, revestida enteramente con banderas inglesas y llevando la antigua corona cívica ob cives servatos, la del Salvador del Estado. Porque se trataba, en verdad, del noble estadista que se convirtió en la cabeza gobierno nacional, sacrificando el partido al patriotismo y destrozando triunfalmente al traidor Henderso n [82] . Era el heroico James Ramsay MacDonald, de inmortal memoria mientras se lo recuerde. Una vez existió otra persona llamada Henderson que fue el patriota cuando la otra persona llamada MacDonald era un traidor; pero nadie puede ahora recordar a ninguna de estas otras personas. Quizás es cierto que ninguno de los dos ha existido. Nunca hubo un traidor llamado MacDonald que traicionó a su patria para ponerla en manos de sus enemigos, como tampoco hubo un patriota llamado MacDonald que abandonó su partido por la patria. Todas esas sombras en la pantomima de sombras de la política londinense no tienen ninguna relación con el respetable, algo vanidoso, autosuficiente «escocés ascendente», que ha medrado en la profesión de político de forma menos escandalosa que la mayoría. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de la niebla londinense y la luz diurna de Dublín. En Dublín viven hombres que asesinarían a De Valera, y otros que darían su vida por él. Pero no existen hombres que ignoren los hechos principales que hablan a su favor o en su contra. Que no es un irlandés nativo, en el sentido común de la frase, y que viene de Estados Unidos es algo conocido y admitido por sus amigos y sus enemigos. Así debe ser en Irlanda, porque allí la familia lo es todo, y un hombre no puede presentarse como el señor Brown sin provocar las más abrumadoras murmuraciones sobre los Brown. Que ayudó a la lucha guerrillera que algunos llaman asesinato de soldados ingleses es, por supuesto, un motivo de orgullo y no de disculpa, pero por lo menos no es objeto de mentiras. Que fue anticlerical, en el sentido de que los obispos y sacerdotes se opusieron en su mayor parte a su irreconciliable indignación, lo sabe todo el mundo, hasta los clérigos o los clericales que más tarde acudieron en su apoyo. No hay nadie en Dublín que no conozca la historia de De Valera, pero no hay casi nadie en Londres que sepa la historia de MacDonald. Esto es lo que yo llamo niebla londinense. Página 358
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