Porque soy catolico
palabra quizás no fuera usada entonces y quizás no fuera la correcta, algo de la misma paradoja se cierne como una tormenta inminente sobre el Estado y la Iglesia en tiempos todavía más antiguos. Marcó la relación de la Iglesia con los emperadores romanos, los emperadores griegos y los emperadores alemanes. Siempre hubo una especie de concordato y nunca hubo una total concordia. Se necesita, más o menos, el tiempo que dura una vida humana para trazar la órbita que describe la Iglesia y captar el ritmo de las cosas que retornan. Para alguien que ha crecido como liberal, y todavía lo es en más de un sentido, el principal interés de estos últimos días se centra en que la Iglesia, hablando en términos generales, casi siempre permanece a la misma distancia aproximada del Estado y sus experimentos. Hay excepciones, por supuesto, como cuando un emperador persigue a la Iglesia, o la Iglesia excomulga a un emperador. No se puede esperar que la Iglesia tenga mucho que concordar, aunque sea de la forma más fría, con Nerón o con el Movimiento Sin Dios de Moscú. Pero lo cierto es que se la encuentra más a menudo a la misma distancia aproximada que la que ahora la separa del Estado totalitario. León XIII se ubicó más o menos a esa distancia del Estado republicano francés. Pocos católicos han debido estar necesariamente a una distancia mucho mayor, ni siquiera durante la Revolución francesa. Pero esos mismos nombres nos servirán para recordarnos uno de los aspectos vitales del problema. Es el Estado el que cambia, es el Estado el que destruye, es casi siempre el Estado el que persigue. Ahora el Estado totalitario está barriendo totalmente todas nuestras viejas ideas de libertad, en mayor medida de lo que la Revolución francesa barrió todas las viejas ideas de lealtad. Es la Iglesia la que excomulga, pero el propio término implica que permanece abierta la posibilidad de la comunión para el comulgante recuperado. Es el Estado el que extermina; es el Estado el que promueve una abolición absoluta y total, ya sea el Estado americano aboliendo la cerveza, el Estado fascista aboliendo los partidos políticos, o el Estado hitleriano aboliéndolo casi todo, menos a sí mismo. Siguiendo esta argumentación, supongamos que me convierto nuevamente en un liberal corriente, como se entendía el término cuando yo tomaba parte activa en la política liberal. Imaginemos que pienso que ha llegado la hora de recordar a los hombres que hay un gran provecho intelectual en escuchar todas las posiciones, una contribución al orden tomando medidas en la dirección de la libertad, provocando una saludable irritación al gobierno por medio del debate. Supongamos que dijera —pero no lo digo— que está demostrado que el libre intercambio internacional es mejor que todo el nacionalismo económico de estos tiempos. Supongamos que yo dijera que la aceptación del gobierno de la mayoría es mejor que el fortuito gobierno de una minoría. Imaginemos que digo que la democracia como fracaso es mejor que la dictadura como éxito. Podría decir todo eso, y muchas otras cosas más, y seguir siendo un muy modesto y ortodoxo miembro de la antigua Iglesia. Pero en una gran parte del mundo moderno no lo puedo decir sin ser castigado por el Estado moderno. Roma no me silenciará con su autoridad silenciosa, pero el fascismo me hará callar Página 401
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