Porque soy catolico

habían interesado en estas cuestiones lo bastante para querer formalizar un conjunto de reglas y sanciones capaces de garantizar al máximo la veracidad del discurso. En cambio, éste era un tema que no preocupaba en absoluto a los protestantes, dedicados a proferir mentiras de la mañana a la noche con la alegre inocencia de las aves que cantan en los árboles. En verdad, el mundo moderno rebosa una casuística absolutamente anárquica precisamente porque a los jesuitas les impidieron elaborar una casuística respetuosa del orden. Pero es sabido que los hombres se dividen en casuistas y lunáticos. Para muchos esta verdad general ha permanecido oculta por un puñado de afirmaciones tajantes, que sólo se me ocurre definir, en términos sencillos, como mentiras protestantes acerca de la costumbre católica de mentir. Quienes repetían esas mentiras no puede decirse que estuvieran mintiendo —lo único que hacían, en puridad, era repetirlas—, pero aquellas afirmaciones eran tan lúcidas y exactas como afirmar que el Papa tiene tres piernas o que Roma se encuentra en el Polo Norte. Es lo más que puede decirse acerca de su naturaleza. Una de esas sentencias, por ejemplo, que circulaba ampliamente y todavía hoy puede oírse, afirma tajantemente que «Los católicos piensan que es legítimo todo lo que favorece a la Iglesia». Esto sencillamente no es verdad, y no hay mucho más que decir. Es una de esas sentencias tajantes acerca de una institución que siempre es tajante en sus manifestaciones, pero cuya falsedad es demostrable. Como siempre, quienes critican a la Iglesia quieren estar en misa y repicando. Siempre se están quejando de que nuestra doctrina es seca y contundente, que se nos dice qué debemos creer y también que no debemos creer en ninguna otra cosa, y que todo eso nos lo sirven de antemano consignado en bulas y profesiones de fe. Si tal fuera el caso, se trataría de decidir sobre la verdad legal y literal de estas afirmaciones, sometiéndolas a prueba. Sin embargo las pruebas, precisamente, afirman lo contrario, que se trata de mentiras. Pero incluso entonces me libré de caer en el error por fijarme en este fenómeno singular: que quienes más dispuestos estaban a censurar a los curas por la rigidez de sus métodos rara vez se tomaban la molestia de averiguar en qué consistían esos mismos métodos. Casualmente descubrí un día uno de los divertidos panfletos de James Britten . [12] Hubiese podido ser cualquier otro panfleto de cualquier otro propagandista, pero éste de Britten me puso sobre aviso de la existencia de esa deliciosa rama de la literatura que este autor llama «ficción protestante». Por mi cuenta descubrí algunos ejemplares del género cuando leí las novelas de Joseph Hockin g [13] y parecidos autores. Los traigo aquí a colación sólo con ánimo de ilustrar con exactitud el mencionado y singular fenómeno. No podía comprender por qué esos fabuladores jamás se tomaban la molestia de conocer los más elementales datos sobre la realidad que denunciaban. Unos datos que podían fácilmente apoyar sus denuncias, desacreditadas por sus ficciones. A la sazón había una serie de doctrinas católicas que yo mismo hubiese considerado vergonzosas para la Iglesia. Pero sus enemigos nunca tropezaron con estas auténticas piedras de escándalo, ni siquiera andaban buscándolas. No buscaban Página 56

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